Entrevista a Eric Hobsbawm
"La Nación-Estado pierde control, y eso crea inseguridad y violencia"
Silio Boccanera entrevista a Eric Hobsbawm.
El primer aniversario de los atentados terroristas en Estados Unidos inspira nuevas reflexiones sobre la importancia del suceso que sacudió al mundo el año pasado. ¿Fue un hecho único o la señal de un cambio histórico? Si indica una tendencia nueva, ¿cuál es? En el comienzo de un nuevo siglo, ¿estamos entrando en una era de extremos, como dijo del siglo XX el historiador británico Eric Hobsbawn? Nadie puede aclararlo mejor que el propio Hobsbawn, que tiene 85 años y la experiencia personal y profesional de una persona que ha vivido y estudiado los conflictos del siglo XX.
Usted ha calificado el siglo XX como una época de violencia, de demasiadas guerras. ¿Los primeros indicios del siglo XXI le hacen temer que vaya a seguir la misma dirección?
Respuesta. No creo que vaya a haber guerras mundiales como las del siglo XX, en gran parte porque ahora no existen grandes potencias enfrentadas, a no ser que se produzca una guerra mundial en la que intervengan Estados Unidos y China. No obstante, no va a ser un siglo pacífico.
Si se producen esas nuevas guerras, ¿en qué se diferenciarán de las del siglo XX?
Las guerras del tipo de las del XX seguirán existiendo como guerras regionales, por ejemplo, en Asia. Es posible. Al fin y al cabo, la guerra entre Irán e Irak, a la que prestamos muy poca atención, fue una guerra importante. Nos interesó poco porque no era parte de la guerra fría, el gran enfrentamiento entre EE UU y Rusia. Ese tipo de conflictos seguirán existiendo, sin duda, aunque estarán más limitados por el temor a una posible intervención estadounidense. Lo que habrá será un alto grado de inseguridad, sobre todo en las zonas del mundo en las que las instituciones del Estado están desintegrándose.
¿Cree que la guerra contra el terrorismo será la nueva versión de la guerra fría?
Desde el punto de vista de la política norteamericana, sí. En la vida real, no. Para empezar, no es una guerra. No hay un adversario contra el que se pueda luchar como contra una potencia enemiga, un Estado enemigo. En segundo lugar, el terrorismo no es un enemigo; es un término propagandístico para calificar los actos de personas que no nos gustan y que emplean la violencia. Todo el mundo usa la violencia; a los que nos gustan no los llamamos terroristas, sino combatientes de la libertad o alguna otra cosa. No es que terrorismo sea una expresión sin sentido, ni mucho menos. Pero, desde el punto de vista de EE UU, es otra forma de decir: 'Vamos a luchar contra cualquiera al que nos parezca que podemos vencer'. Y eso significa cualquiera.
Estas nuevas guerras, en cierto sentido, se diferencian de las antiguas en que no hay una declaración de guerra ni un final propiamente dicho. Y eso nos lleva a pensar en la paz. ¿Qué es ahora la paz? ¿No es nada más que un intervalo, un mantenerse a distancia de las áreas de conflicto?
Hay zonas de paz, pero el mundo, en su conjunto, no está en paz. Durante la mayor parte del siglo XX, Latinoamérica ha sido una región pacífica, en la medida en que no ha habido guerras tradicionales entre Estados. Supongo que el único gran conflicto fue la guerra del Chaco, en los años treinta. Aparte de eso, prácticamente nada. Desde 1945 también han sido zonas de paz el centro, norte y oeste de Europa, y parece muy poco probable que vaya a haber una guerra entre Alemania e Italia o entre Francia y Alemania. Sin embargo, la mayor parte del mundo no está en esa situación. Y no es posible hablar de paz si recordamos la definición del filósofo Thomas Hobbes: 'La guerra existe no sólo cuando se está librando una batalla, sino cuando la batalla puede comenzar en cualquier momento'. Ésa es hoy la situación en muchos sitios, prácticamente en todos; al fin y al cabo, hay muchas batallas en marcha en lugares como África.
Cuando hablamos de guerra hoy, tendemos a trivializar el término. Es una palabra que se utiliza para demasiadas cosas: la guerra contra las drogas, contra el crimen, contra el terrorismo, contra lo que sea.
Por eso digo que 'guerra contra el terrorismo' es un término propagandístico, que cumple los objetivos políticos internos de Estados Unidos, pero no quiere decir nada desde el punto de vista internacional.
¿Vamos a ver, en nombre de esa supuesta guerra contra el terrorismo, violaciones de los derechos civiles y humanos en Europa y Estados Unidos, como ocurrió en Latinoamérica durante la guerra contra los rojos, los subversivos, los izquierdistas?
Sí, creo que es un peligro muy real. Uno de los mayores riesgos de las llamadas guerras contra las rebeliones, el terrorismo o el bandolerismo, es que casi siempre han desembocado en torturas. Latinoamérica ha tenido una enorme experiencia en este aspecto. Y ahora está muy claro que el peligro existe. Incluso veo que algunos intelectuales de EE UU o Israel lo justifican, y eso me parece un retroceso a la barbarie.
Habla usted del mal uso de la terminología. Ahora tenemos la distinción que se hace entre combatientes y no combatientes, por ejemplo, en el caso de los prisioneros talibanes en Guantánamo, que, por consiguiente, no cumplen los requisitos para acogerse a la Convención de Ginebra. ¿Las nuevas guerras están eliminando las diferencias entre combatientes y no combatientes?
Sí y no. En ciertos aspectos, la distinción entre combatiente y no combatiente ha resucitado. En el siglo XX, en la práctica, no existía esa diferencia, y el objetivo principal de las grandes guerras era destruir a los no combatientes. Gracias a la alta tecnología de la que disponemos hoy, es posible seleccionar los objetivos con mucha más precisión que antes, y ahora se puede distinguir entre combatientes y no combatientes. Sin embargo, a la hora de la verdad, estas nuevas técnicas y tecnologías no son muy de fiar. Se ha podido ver en Afganistán, donde han muerto muchos más no combatientes que combatientes. Y, por ejemplo, como usted dice, en Guantánamo, a los que no nos gustan los calificamos de no combatientes.
O se les califica de tal manera...
... que queden excluidos tanto de los derechos de los civiles como de los derechos de los combatientes.
Si examinamos de nuevo los atentados del 11-S, como algo más que una gran acción terrorista, ¿qué tipo de consecuencias a largo plazo prevé usted?
Creo que los sucesos del 11-S, en sí, no tuvieron gran importancia política ni militar. Fueron muy espectaculares y trágicos, pero no cambió nada en la situación internacional. La idea de que EE UU está verdaderamente en peligro por este motivo es irreal. En mi opinión, hay que ser conscientes de los límites que tiene este tipo de actividad terrorista. No creo que pretendiera acabar con EE UU. No podría. Si hubiera tenido la capacidad de movimientos terroristas eficientes, de larga historia y bien organizados, como ETA en España o el IRA en Inglaterra, quizá habría intentado hacer que Estados Unidos se retirase de ciertas regiones. Igual que ETA pretende que España se retire del País Vasco y el IRA quiere expulsar a Gran Bretaña de Irlanda del Norte. Estados Unidos, claramente humillado por un golpe tan extraordinario, pensó que tenía que hacer algo para recuperar su posición internacional. Seguramente ha ido más allá y ha aprovechado la ocasión para asentarse como líder hegemónico mundial, sobre todo en el terreno militar.
Vimos la impresionante demostración de fuerza del ejército estadounidense en Afganistán. El presupuesto militar norteamericano ha aumentado tremendamente. ¿Es posible que su superioridad se haya hecho tan abrumadora que hayan perdido importancia no sólo sus enemigos, sino incluso sus aliados?
La situación no ha cambiado. En cierto sentido, ya era evidente, por ejemplo en la guerra del Golfo, que, si había un conflicto armado entre las potencias del Tercer Mundo y las del Primero, éstas ganarían. Podían ganar cualquier batalla que quisieran. La pregunta es: ¿y después, qué? ¿Cómo se establece un control permanente o incluso una intervención permanente en esos países? En el pasado se podía hacer porque, en gran parte del mundo, la gente estaba preparada para aceptar la lógica del poder. Los británicos consiguieron dirigir el imperio indio, que era mucho mayor que Gran Bretaña. Gobernaban a cientos de millones de personas con un número mínimo de soldados y funcionarios británicos, en parte porque los indios siempre han estado sometidos a diversos conquistadores y aceptaban la lógica de la situación. Además, uno puede establecer su poder a base de obtener aliados. Y también en ese caso fue así, el imperio británico en India dependía, hasta cierto punto, de sus alianzas con los príncipes indios, que eran sus súbditos, pero salvaron a los británicos.
Al mismo tiempo, el poder británico de la época no era quizá tan hegemónico como lo es hoy el de EE UU, en el aspecto militar.
A escala mundial, no. El imperio británico, en el sur de Asia, no sólo era hegemónico, sino que dominaba por completo. Gobernaba la región, la administraba y podía dirigirla desde Londres. Pero en el mundo en general no era así, porque los británicos sabían que eran un país de tamaño medio que disponía temporalmente de un inmenso poder militar -era la única potencia naval del mundo- y una economía muy fuerte. Sin embargo, sabían que no tenían la fuerza suficiente para dominar del todo. Por ejemplo, en la Norteamérica colonial, los británicos intervinieron al comienzo de la lucha por la independencia, pero luego se rindieron. Decidieron que estaba demasiado lejos. Podían hacerlo, pero no les mereció la pena.
Existen ciertos paralelismos, pues, con el imperio estadounidense de hoy, en cuanto al poder económico y militar. ¿Pero ve usted signos de decadencia o pérdida de ese poder?
Es difícil decir. Desde luego, no veo indicios de decadencia. Veo signos de debilidad en la economía estadounidense. Soy un hombre viejo (nací en 1917) que ha vivido gran parte del siglo XX, y si hay algo que he aprendido, es que los grandes imperios se desintegran a gran velocidad. Viví la caída de los grandes imperios coloniales. Viví el intento de los alemanes de establecer un imperio en Europa y, tal vez, en todo el mundo: el Tercer Reich, para el que preveían mil años de vida, y que no perduró. Viví la gran revolución mundial, que debía durar para siempre, y no fue así.
La revolución soviética.
Sí. Soy demasiado viejo para ver el final de una hegemonía temporal en manos de una sola potencia, pero algunos lectores de mi autobiografía lo verán.
La beligerancia del Gobierno estadounidense actual, en la retórica o en la práctica, ¿es sólo un fenómeno republicano y de George Bush? ¿O cree que se ha integrado como elemento de la política nacional, independientemente de quién gobierne después de Bush?
La estúpida beligerancia y el egoísmo cerril de la política norteamericana son, en mi opinión, propios de Bush. Por ejemplo, la idea de poner en peligro toda la organización mundial de comercio mediante la firme protección del acero estadounidense frente a los demás, porque beneficia propósitos electorales en Pensilvania, es típica del régimen de Bush. Sin embargo, la convicción de que Estados Unidos es la potencia dominante en el mundo es una cosa general en el aparato político, militar e intelectual de Washington. Antes eran lo bastante realistas como para saber que necesitaban colaborar con aliados, aunque algunos de esos aliados fueran poco más que unos subordinados. Uno de los principales objetivos de la política exterior estadounidense ha sido impedir que los europeos desarrollen un poder militar propio. Para los norteamericanos, lo ideal ha sido siempre que las potencias europeas, empezando por la británica, vivan de las migajas que dejen ellos. Las autoridades estadounidenses hablan mucho de que Europa no hace los esfuerzos necesarios en el terreno militar, pero gran parte de su política ha consistido en impedir que Europa pudiera ser independiente del aparato militar norteamericano.
¿Cree que los europeos intentarán servir de contrapeso al poder estadounidense?
Los únicos europeos que han intentado no depender de los estadounidenses han sido los franceses. Aunque, por supuesto, se aliaron con ellos contra la Unión Soviética. Pero se dieron cuenta de que Estados Unidos podía ser una amenaza comparable porque era una gran potencia. No creo que ningún país europeo esté en condiciones de competir con EE UU. La ventaja militar de los norteamericanos es tal que no creo que nadie pudiera intentarlo, excepto quizá los chinos.
¿Qué pasa con China, entonces? ¿Cree que puede ser un contrapeso del poder norteamericano hoy o en un futuro próximo?
En ciertos aspectos, Estados Unidos no es dominante. Por ejemplo, su economía no es superior a la europea. Creo que lo mismo se puede decir de China en el terreno político. China es una potencia independiente. Políticamente, Europa no es una gran potencia porque los Estados no pueden unirse, y militarmente no cuenta en absoluto. Ahora bien, ¿habrá un conflicto entre China y EE UU, un enfrentamiento que acabe siendo un gran conflicto militar? No lo sabemos. Pero existe el riesgo, porque los norteamericanos tienen un compromiso histórico de defensa de Taiwan, y los chinos tienen el compromiso histórico de incorporar la isla. Y ése es un motivo de conflicto.
¿Podemos suponer que, en este nuevo orden mundial, quedará todavía menos espacio o preocupación para las necesidades de los países en vías de desarrollo como Brasil, el sur, el Tercer Mundo y otros?
Desde el punto de vista político, no hay ya mucho espacio salvo en el ámbito regional, porque, en cierto sentido, EE UU es el único país que posee una política mundial, en lo militar y lo político. Desde el punto de vista económico, creo que depende del éxito o fracaso del neoliberalismo. Durante los últimos 20 años hemos tenido el proceso de la globalización, que es algo que está ocurriendo en cualquier caso, no una cosa que a uno le pueda gustar o no gustar. Lo que ocurre es que se ha identificado ese proceso de globalización con la idea del libre comercio mundial y un mercado libre incontrolado. Eso, sin duda, ha fortalecido a algunos de los grandes Estados del norte y ha debilitado a los demás; especialmente, a Latinoamérica. Me irrita oír constantemente a todos los que se preguntan si va a haber una depresión mundial. Lo que quieren decir es si va a haber una depresión en Norteamérica y Europa, porque en países como Brasil, las depresiones económicas van y vienen desde 1980.
¿Quiere decir que allí ya han visto la depresión?
La gente se olvida del 80% que vive en el sur, en el Tercer Mundo. Pero creo que esta política concreta, el llamado consenso de Washington o como se llame este fundamentalismo de mercado, está llegando a su fin, porque es evidente que ha fracasado, sobre todo en los últimos tres o cuatro años. A medida que volvamos a una política internacional con una economía de mercado en la que el Estado tenga algún poder para controlar los excesos del mercado libre, habrá más espacio para las economías del sur.
En su libro Historia del siglo XX termina con la observación de que 'no puede mirar el futuro con gran optimismo'. ¿Qué le da más miedo?
Lo que más temo es el debilitamiento gradual del Estado. A lo largo de los últimos 30 años, en muchos aspectos, ha ido disminuyendo gravemente el grado de ley y orden, el control de los Gobiernos sobre lo que ocurre en sus territorios. Es una tendencia que se ve en todos los países, incluso en Estados Unidos. En Latinoamérica, por ejemplo, es difícil pensar que el Gobierno colombiano tiene control real sobre lo que ocurre en su territorio. Es una situación relativamente nueva, parecida a la que existía en Latinoamérica a principios del siglo XIX, pero que se había ido eliminando.
La pérdida de control de la nación-estado.
La nación-estado pierde control, y eso produce enorme inseguridad y violencia. También temo el enorme aumento de las desigualdades sociales que se ha producido en los últimos 20 o 30 años. Aunque es verdad que, en conjunto, la mayoría de la gente en el mundo vive mejor, más tiempo y en mejores condiciones, a lo largo del siglo XX las desigualdades sociales han crecido. Y son unas desigualdades peligrosas. En mi opinión, eso genera inestabilidad, pero una inestabilidad imprevisible. Lo que me da miedo es que los que más probabilidades tienen de sacar provecho político de esa inestabilidad son los reaccionarios. Están en aumento la xenofobia, el racismo, el fundamentalismo económico y, sobre todo, el fundamentalismo religioso. Este último, por desgracia, afecta a todas las religiones.
¿Ésas son las amenazas que usted percibe y teme?
Son las amenazas que temo, porque la causa de la razón, el progreso y la mejora, que todos hemos defendido de diversas maneras -como liberales, socialistas o comunistas-, está cada vez más debilitada. Temo el avance político de la gente que provocó las grandes tragedias del siglo XX. No será el fascismo, pero será el mismo tipo de ultraderecha nacionalista o fundamentalista, y eso es algo que hay que temer.
Silio Boccanera entrevista a Eric Hobsbawm.
El primer aniversario de los atentados terroristas en Estados Unidos inspira nuevas reflexiones sobre la importancia del suceso que sacudió al mundo el año pasado. ¿Fue un hecho único o la señal de un cambio histórico? Si indica una tendencia nueva, ¿cuál es? En el comienzo de un nuevo siglo, ¿estamos entrando en una era de extremos, como dijo del siglo XX el historiador británico Eric Hobsbawn? Nadie puede aclararlo mejor que el propio Hobsbawn, que tiene 85 años y la experiencia personal y profesional de una persona que ha vivido y estudiado los conflictos del siglo XX.
Usted ha calificado el siglo XX como una época de violencia, de demasiadas guerras. ¿Los primeros indicios del siglo XXI le hacen temer que vaya a seguir la misma dirección?
Respuesta. No creo que vaya a haber guerras mundiales como las del siglo XX, en gran parte porque ahora no existen grandes potencias enfrentadas, a no ser que se produzca una guerra mundial en la que intervengan Estados Unidos y China. No obstante, no va a ser un siglo pacífico.
Si se producen esas nuevas guerras, ¿en qué se diferenciarán de las del siglo XX?
Las guerras del tipo de las del XX seguirán existiendo como guerras regionales, por ejemplo, en Asia. Es posible. Al fin y al cabo, la guerra entre Irán e Irak, a la que prestamos muy poca atención, fue una guerra importante. Nos interesó poco porque no era parte de la guerra fría, el gran enfrentamiento entre EE UU y Rusia. Ese tipo de conflictos seguirán existiendo, sin duda, aunque estarán más limitados por el temor a una posible intervención estadounidense. Lo que habrá será un alto grado de inseguridad, sobre todo en las zonas del mundo en las que las instituciones del Estado están desintegrándose.
¿Cree que la guerra contra el terrorismo será la nueva versión de la guerra fría?
Desde el punto de vista de la política norteamericana, sí. En la vida real, no. Para empezar, no es una guerra. No hay un adversario contra el que se pueda luchar como contra una potencia enemiga, un Estado enemigo. En segundo lugar, el terrorismo no es un enemigo; es un término propagandístico para calificar los actos de personas que no nos gustan y que emplean la violencia. Todo el mundo usa la violencia; a los que nos gustan no los llamamos terroristas, sino combatientes de la libertad o alguna otra cosa. No es que terrorismo sea una expresión sin sentido, ni mucho menos. Pero, desde el punto de vista de EE UU, es otra forma de decir: 'Vamos a luchar contra cualquiera al que nos parezca que podemos vencer'. Y eso significa cualquiera.
Estas nuevas guerras, en cierto sentido, se diferencian de las antiguas en que no hay una declaración de guerra ni un final propiamente dicho. Y eso nos lleva a pensar en la paz. ¿Qué es ahora la paz? ¿No es nada más que un intervalo, un mantenerse a distancia de las áreas de conflicto?
Hay zonas de paz, pero el mundo, en su conjunto, no está en paz. Durante la mayor parte del siglo XX, Latinoamérica ha sido una región pacífica, en la medida en que no ha habido guerras tradicionales entre Estados. Supongo que el único gran conflicto fue la guerra del Chaco, en los años treinta. Aparte de eso, prácticamente nada. Desde 1945 también han sido zonas de paz el centro, norte y oeste de Europa, y parece muy poco probable que vaya a haber una guerra entre Alemania e Italia o entre Francia y Alemania. Sin embargo, la mayor parte del mundo no está en esa situación. Y no es posible hablar de paz si recordamos la definición del filósofo Thomas Hobbes: 'La guerra existe no sólo cuando se está librando una batalla, sino cuando la batalla puede comenzar en cualquier momento'. Ésa es hoy la situación en muchos sitios, prácticamente en todos; al fin y al cabo, hay muchas batallas en marcha en lugares como África.
Cuando hablamos de guerra hoy, tendemos a trivializar el término. Es una palabra que se utiliza para demasiadas cosas: la guerra contra las drogas, contra el crimen, contra el terrorismo, contra lo que sea.
Por eso digo que 'guerra contra el terrorismo' es un término propagandístico, que cumple los objetivos políticos internos de Estados Unidos, pero no quiere decir nada desde el punto de vista internacional.
¿Vamos a ver, en nombre de esa supuesta guerra contra el terrorismo, violaciones de los derechos civiles y humanos en Europa y Estados Unidos, como ocurrió en Latinoamérica durante la guerra contra los rojos, los subversivos, los izquierdistas?
Sí, creo que es un peligro muy real. Uno de los mayores riesgos de las llamadas guerras contra las rebeliones, el terrorismo o el bandolerismo, es que casi siempre han desembocado en torturas. Latinoamérica ha tenido una enorme experiencia en este aspecto. Y ahora está muy claro que el peligro existe. Incluso veo que algunos intelectuales de EE UU o Israel lo justifican, y eso me parece un retroceso a la barbarie.
Habla usted del mal uso de la terminología. Ahora tenemos la distinción que se hace entre combatientes y no combatientes, por ejemplo, en el caso de los prisioneros talibanes en Guantánamo, que, por consiguiente, no cumplen los requisitos para acogerse a la Convención de Ginebra. ¿Las nuevas guerras están eliminando las diferencias entre combatientes y no combatientes?
Sí y no. En ciertos aspectos, la distinción entre combatiente y no combatiente ha resucitado. En el siglo XX, en la práctica, no existía esa diferencia, y el objetivo principal de las grandes guerras era destruir a los no combatientes. Gracias a la alta tecnología de la que disponemos hoy, es posible seleccionar los objetivos con mucha más precisión que antes, y ahora se puede distinguir entre combatientes y no combatientes. Sin embargo, a la hora de la verdad, estas nuevas técnicas y tecnologías no son muy de fiar. Se ha podido ver en Afganistán, donde han muerto muchos más no combatientes que combatientes. Y, por ejemplo, como usted dice, en Guantánamo, a los que no nos gustan los calificamos de no combatientes.
O se les califica de tal manera...
... que queden excluidos tanto de los derechos de los civiles como de los derechos de los combatientes.
Si examinamos de nuevo los atentados del 11-S, como algo más que una gran acción terrorista, ¿qué tipo de consecuencias a largo plazo prevé usted?
Creo que los sucesos del 11-S, en sí, no tuvieron gran importancia política ni militar. Fueron muy espectaculares y trágicos, pero no cambió nada en la situación internacional. La idea de que EE UU está verdaderamente en peligro por este motivo es irreal. En mi opinión, hay que ser conscientes de los límites que tiene este tipo de actividad terrorista. No creo que pretendiera acabar con EE UU. No podría. Si hubiera tenido la capacidad de movimientos terroristas eficientes, de larga historia y bien organizados, como ETA en España o el IRA en Inglaterra, quizá habría intentado hacer que Estados Unidos se retirase de ciertas regiones. Igual que ETA pretende que España se retire del País Vasco y el IRA quiere expulsar a Gran Bretaña de Irlanda del Norte. Estados Unidos, claramente humillado por un golpe tan extraordinario, pensó que tenía que hacer algo para recuperar su posición internacional. Seguramente ha ido más allá y ha aprovechado la ocasión para asentarse como líder hegemónico mundial, sobre todo en el terreno militar.
Vimos la impresionante demostración de fuerza del ejército estadounidense en Afganistán. El presupuesto militar norteamericano ha aumentado tremendamente. ¿Es posible que su superioridad se haya hecho tan abrumadora que hayan perdido importancia no sólo sus enemigos, sino incluso sus aliados?
La situación no ha cambiado. En cierto sentido, ya era evidente, por ejemplo en la guerra del Golfo, que, si había un conflicto armado entre las potencias del Tercer Mundo y las del Primero, éstas ganarían. Podían ganar cualquier batalla que quisieran. La pregunta es: ¿y después, qué? ¿Cómo se establece un control permanente o incluso una intervención permanente en esos países? En el pasado se podía hacer porque, en gran parte del mundo, la gente estaba preparada para aceptar la lógica del poder. Los británicos consiguieron dirigir el imperio indio, que era mucho mayor que Gran Bretaña. Gobernaban a cientos de millones de personas con un número mínimo de soldados y funcionarios británicos, en parte porque los indios siempre han estado sometidos a diversos conquistadores y aceptaban la lógica de la situación. Además, uno puede establecer su poder a base de obtener aliados. Y también en ese caso fue así, el imperio británico en India dependía, hasta cierto punto, de sus alianzas con los príncipes indios, que eran sus súbditos, pero salvaron a los británicos.
Al mismo tiempo, el poder británico de la época no era quizá tan hegemónico como lo es hoy el de EE UU, en el aspecto militar.
A escala mundial, no. El imperio británico, en el sur de Asia, no sólo era hegemónico, sino que dominaba por completo. Gobernaba la región, la administraba y podía dirigirla desde Londres. Pero en el mundo en general no era así, porque los británicos sabían que eran un país de tamaño medio que disponía temporalmente de un inmenso poder militar -era la única potencia naval del mundo- y una economía muy fuerte. Sin embargo, sabían que no tenían la fuerza suficiente para dominar del todo. Por ejemplo, en la Norteamérica colonial, los británicos intervinieron al comienzo de la lucha por la independencia, pero luego se rindieron. Decidieron que estaba demasiado lejos. Podían hacerlo, pero no les mereció la pena.
Existen ciertos paralelismos, pues, con el imperio estadounidense de hoy, en cuanto al poder económico y militar. ¿Pero ve usted signos de decadencia o pérdida de ese poder?
Es difícil decir. Desde luego, no veo indicios de decadencia. Veo signos de debilidad en la economía estadounidense. Soy un hombre viejo (nací en 1917) que ha vivido gran parte del siglo XX, y si hay algo que he aprendido, es que los grandes imperios se desintegran a gran velocidad. Viví la caída de los grandes imperios coloniales. Viví el intento de los alemanes de establecer un imperio en Europa y, tal vez, en todo el mundo: el Tercer Reich, para el que preveían mil años de vida, y que no perduró. Viví la gran revolución mundial, que debía durar para siempre, y no fue así.
La revolución soviética.
Sí. Soy demasiado viejo para ver el final de una hegemonía temporal en manos de una sola potencia, pero algunos lectores de mi autobiografía lo verán.
La beligerancia del Gobierno estadounidense actual, en la retórica o en la práctica, ¿es sólo un fenómeno republicano y de George Bush? ¿O cree que se ha integrado como elemento de la política nacional, independientemente de quién gobierne después de Bush?
La estúpida beligerancia y el egoísmo cerril de la política norteamericana son, en mi opinión, propios de Bush. Por ejemplo, la idea de poner en peligro toda la organización mundial de comercio mediante la firme protección del acero estadounidense frente a los demás, porque beneficia propósitos electorales en Pensilvania, es típica del régimen de Bush. Sin embargo, la convicción de que Estados Unidos es la potencia dominante en el mundo es una cosa general en el aparato político, militar e intelectual de Washington. Antes eran lo bastante realistas como para saber que necesitaban colaborar con aliados, aunque algunos de esos aliados fueran poco más que unos subordinados. Uno de los principales objetivos de la política exterior estadounidense ha sido impedir que los europeos desarrollen un poder militar propio. Para los norteamericanos, lo ideal ha sido siempre que las potencias europeas, empezando por la británica, vivan de las migajas que dejen ellos. Las autoridades estadounidenses hablan mucho de que Europa no hace los esfuerzos necesarios en el terreno militar, pero gran parte de su política ha consistido en impedir que Europa pudiera ser independiente del aparato militar norteamericano.
¿Cree que los europeos intentarán servir de contrapeso al poder estadounidense?
Los únicos europeos que han intentado no depender de los estadounidenses han sido los franceses. Aunque, por supuesto, se aliaron con ellos contra la Unión Soviética. Pero se dieron cuenta de que Estados Unidos podía ser una amenaza comparable porque era una gran potencia. No creo que ningún país europeo esté en condiciones de competir con EE UU. La ventaja militar de los norteamericanos es tal que no creo que nadie pudiera intentarlo, excepto quizá los chinos.
¿Qué pasa con China, entonces? ¿Cree que puede ser un contrapeso del poder norteamericano hoy o en un futuro próximo?
En ciertos aspectos, Estados Unidos no es dominante. Por ejemplo, su economía no es superior a la europea. Creo que lo mismo se puede decir de China en el terreno político. China es una potencia independiente. Políticamente, Europa no es una gran potencia porque los Estados no pueden unirse, y militarmente no cuenta en absoluto. Ahora bien, ¿habrá un conflicto entre China y EE UU, un enfrentamiento que acabe siendo un gran conflicto militar? No lo sabemos. Pero existe el riesgo, porque los norteamericanos tienen un compromiso histórico de defensa de Taiwan, y los chinos tienen el compromiso histórico de incorporar la isla. Y ése es un motivo de conflicto.
¿Podemos suponer que, en este nuevo orden mundial, quedará todavía menos espacio o preocupación para las necesidades de los países en vías de desarrollo como Brasil, el sur, el Tercer Mundo y otros?
Desde el punto de vista político, no hay ya mucho espacio salvo en el ámbito regional, porque, en cierto sentido, EE UU es el único país que posee una política mundial, en lo militar y lo político. Desde el punto de vista económico, creo que depende del éxito o fracaso del neoliberalismo. Durante los últimos 20 años hemos tenido el proceso de la globalización, que es algo que está ocurriendo en cualquier caso, no una cosa que a uno le pueda gustar o no gustar. Lo que ocurre es que se ha identificado ese proceso de globalización con la idea del libre comercio mundial y un mercado libre incontrolado. Eso, sin duda, ha fortalecido a algunos de los grandes Estados del norte y ha debilitado a los demás; especialmente, a Latinoamérica. Me irrita oír constantemente a todos los que se preguntan si va a haber una depresión mundial. Lo que quieren decir es si va a haber una depresión en Norteamérica y Europa, porque en países como Brasil, las depresiones económicas van y vienen desde 1980.
¿Quiere decir que allí ya han visto la depresión?
La gente se olvida del 80% que vive en el sur, en el Tercer Mundo. Pero creo que esta política concreta, el llamado consenso de Washington o como se llame este fundamentalismo de mercado, está llegando a su fin, porque es evidente que ha fracasado, sobre todo en los últimos tres o cuatro años. A medida que volvamos a una política internacional con una economía de mercado en la que el Estado tenga algún poder para controlar los excesos del mercado libre, habrá más espacio para las economías del sur.
En su libro Historia del siglo XX termina con la observación de que 'no puede mirar el futuro con gran optimismo'. ¿Qué le da más miedo?
Lo que más temo es el debilitamiento gradual del Estado. A lo largo de los últimos 30 años, en muchos aspectos, ha ido disminuyendo gravemente el grado de ley y orden, el control de los Gobiernos sobre lo que ocurre en sus territorios. Es una tendencia que se ve en todos los países, incluso en Estados Unidos. En Latinoamérica, por ejemplo, es difícil pensar que el Gobierno colombiano tiene control real sobre lo que ocurre en su territorio. Es una situación relativamente nueva, parecida a la que existía en Latinoamérica a principios del siglo XIX, pero que se había ido eliminando.
La pérdida de control de la nación-estado.
La nación-estado pierde control, y eso produce enorme inseguridad y violencia. También temo el enorme aumento de las desigualdades sociales que se ha producido en los últimos 20 o 30 años. Aunque es verdad que, en conjunto, la mayoría de la gente en el mundo vive mejor, más tiempo y en mejores condiciones, a lo largo del siglo XX las desigualdades sociales han crecido. Y son unas desigualdades peligrosas. En mi opinión, eso genera inestabilidad, pero una inestabilidad imprevisible. Lo que me da miedo es que los que más probabilidades tienen de sacar provecho político de esa inestabilidad son los reaccionarios. Están en aumento la xenofobia, el racismo, el fundamentalismo económico y, sobre todo, el fundamentalismo religioso. Este último, por desgracia, afecta a todas las religiones.
¿Ésas son las amenazas que usted percibe y teme?
Son las amenazas que temo, porque la causa de la razón, el progreso y la mejora, que todos hemos defendido de diversas maneras -como liberales, socialistas o comunistas-, está cada vez más debilitada. Temo el avance político de la gente que provocó las grandes tragedias del siglo XX. No será el fascismo, pero será el mismo tipo de ultraderecha nacionalista o fundamentalista, y eso es algo que hay que temer.
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