Jacques Derrida: exordio de "Espectros de Marx"
EXORDIO
Alguien, usted o yo, se adelanta y dice: quisiera aprender a vivir por fin.
Por fin, pero, ¿por qué?
Aprender a vivir. Extraña máxima. ¿Quién aprendería? ¿De quién? Aprender [y enseñar] a vivir, pero ¿a quién? ¿Llegará a saberse? ¿Se sabrá jamás vivir, y, en primer lugar, se sabrá lo que quiere decir «aprender a vivir»? ¿Y por qué «por fin»?
Por sí misma, fuera de contexto -aunque un contexto permanece siempre abierto, por tanto falible e insuficiente- esta máxima sin frase forma un síntagma poco menos que ininteligible. Por otra parte, ¿hasta qué punto su idioma se deja traducir?
Locución magistral, a pesar de ello -o por ello mismo-. Pues, por boca de un maestro, este fragmento de máxima nos diría siempre algo acerca de la violencia. Vibra como una flecha en una dirección irreversible y asimétrica, la que va, la mayoría de las veces, del padre al hijo, del maestro al discípulo o del amo al esclavo («yo, yo voy a enseñarte a vivir»). Tal dirección oscila: entre la dirección como experiencia (aprender a vivir ¿no es acaso la experiencia misma?), la dirección como educación y la dirección como enderezamiento.
Pero aprender a vivir, aprenderlo por uno mismo, solo, enseñarse a si mismo a vivir («quisiera aprender a vivir por fin»), ¿no es, para quien vive, lo imposible?, ¿no es acaso lo que la lógica misma prohíbe? A vivir, por definición, no se aprende. No por uno mismo, de la vida por obra de la vida. Solamente del otro y por obra de la muerte. En todo caso del otro al borde de la vida. En el borde interno o en el borde externo, es ésta una heterodidáctica entre vida y muerte.
Nada es, sin embargo, más necesario que esta sabiduría. Es la ética misma: aprender a vivir -solo, por uno mismo-. La vida no sabe vivir de otra manera. ¿Y acaso se hace jamás otra cosa que no sea aprender a vivir, solo, por uno mismo? ¡Extraño empeño para un ser vivo y supuestamente vivo, desde el momento en que este «Quisiera aprender a vivir» es a la vez imposible y necesario! Sólo tiene sentido y puede resultar justo en una explicación con la muerte. Con mi muerte tanto como con la del otro. Entre vida y muerte, pues; es ahí donde está el lugar de una sentenciosa inyunción* que aparenta siempre hablar como habla el justo.
Lo que sigue se plantea como un ensayo en la noche -en el desconocimiento de lo que queda por venir-, una simple tentativa, pues, de analizar con alguna consecuencia un exordio como el siguiente: «Quisiera aprender a vivir. Por fin». ¿Cómo por fin...?
El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma. Entonces, habría que saber de espíritus. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, que no es ni sustancia ni esencia ni existencia, no está nunca presente como tal. El tiempo del «aprender a vivir», un tiempo sin presente rector, vendría a ser esto, y el exordio nos arrastra a ello: aprender a vivir con los fantasmas, en la entrevista, la compañía o el aprendizaje, en el comercio sin comercio con y de los fantasmas. A vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones.
Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. De la justicia ahí donde la justicia aún no está, aún no ahí, ahí donde ya no está, entendamos ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como tampoco lo será la ley, reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido. Ninguna justicia -no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho[i] -parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contemporaneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta «¿dónde?», «¿dónde mañana?» (whither?).
Esta pregunta llega, si llega, y pone en cuestión lo que vendrá en el por-venir. Estando vuelta hacia el porvenir, yendo hacia él, también viene de él, proviene del porvenir. Debe, pues, exceder a toda presencia como presencia a sí. Al menos debe hacer que esta presencia sólo sea posible a partir del movimiento de cierto desquiciamiento, disyunción o desproporción: en la inadecuación a sí. Ahora bien, si esta pregunta, desde el momento en que viene a nosotros, no puede venir ciertamente sino del porvenir (whither?, ¿adónde iremos mañana?, ¿adónde va, por ejemplo, el marxismo?, ¿adónde vamos nosotros con él?), lo que se encuentra delante de ella debe también precederla como origen suyo: antes de ella. Incluso si el porvenir es su procedencia, debe ser, como toda procedencia, absoluta e irreversiblemente pasado. «Experiencia» del pasado como por venir, ambos absolutamente absolutos, más allá de toda modificación de cualquier presente. Si la posibilidad de la pregunta es posible, si debe ser tomada en serio la posibilidad de esta pregunta, que quizá no es ya una pregunta, y que nosotros llamamos aquí la justicia, aquélla debe llevar más allá de la vida presente, de la vida como mi vida o nuestra vida. En general. Pues mañana sucederá, para el «mi vida» o el «nuestra vida», la de los otros, lo mismo que, ayer, sucedió para otros: más allá, pues, del presente vivo en general.
Ser justo: más allá del presente vivo en general -y de su simple reverso negativo-. Momento espectral, momento que ya no pertenece al tiempo, si se entiende bajo este nombre el encadenamiento de los presentes modalizados (presente pasado, presente actual, «ahora», presente futuro). Cuestionamos en este instante, nos interrogamos sobre este instante que no es dócil al tiempo, al menos a lo que llamamos así. Furtiva e intempestiva, la aparición del espectro no pertenece a ese tiempo, no da el tiempo, no ese tiempo: «Enter the Ghost, exit the Ghost, re-enter the Ghost» (Hamlet).
Parece un axioma, más precisamente un axioma a propósito de la axiomática misma: es decir, a propósito de alguna evidencia supuestamente indemostrable sobre lo que tiene precio, valor, calidad (axia). E incluso, y sobre todo, dignidad (por ejemplo sobre el hombre como ejemplo de un ser finito y razonable), esa dignidad incondicional (Würdigkeit) que Kant elevaba justamente por encima de toda economía, de todo valor comparado o comparable, de todo precio de mercado (Marktpreis). Este axioma puede resultar chocante. Y la objeción no se hace esperar: ¿con respecto a quién, se dirá, comprometería al fin y al cabo un deber de justicia, aunque fuera más allá del derecho y de la norma, con respecto a quién y a qué, sino a la vida de un ser vivo?, ¿hay acaso justicia, compromiso de justicia o responsabilidad en general, que haya de responder de sí (de sí vivo) ante otra cosa que, en última instancia, no sea la vida de alguien que está vivo, se la entienda como vida natural o como vida del espíritu? Cierto. La objeción parece irrefutable. Pero lo irrefutable mismo supone que esa justicia conduce a la vida más allá de la vida presente o de su ser-ahí efectivo, de su efectividad empírica u ontológica: no hacia la muerte sino hacia un sobre-vivir, a saber, una huella cuya vida y cuya muerte no serían ellas mismas sino huellas y huellas de huellas, un sobre-vivir cuya posibilidad viene de antemano a desquiciar o desajustar la identidad consigo del presente vivo así como de toda efectividad. Por tanto, hay espíritu. Espíritus. Y es preciso contar con ellos. No se puede no deber, no se debe no poder contar con ellos, que son más de uno: el más de uno.
Alguien, usted o yo, se adelanta y dice: quisiera aprender a vivir por fin.
Por fin, pero, ¿por qué?
Aprender a vivir. Extraña máxima. ¿Quién aprendería? ¿De quién? Aprender [y enseñar] a vivir, pero ¿a quién? ¿Llegará a saberse? ¿Se sabrá jamás vivir, y, en primer lugar, se sabrá lo que quiere decir «aprender a vivir»? ¿Y por qué «por fin»?
Por sí misma, fuera de contexto -aunque un contexto permanece siempre abierto, por tanto falible e insuficiente- esta máxima sin frase forma un síntagma poco menos que ininteligible. Por otra parte, ¿hasta qué punto su idioma se deja traducir?
Locución magistral, a pesar de ello -o por ello mismo-. Pues, por boca de un maestro, este fragmento de máxima nos diría siempre algo acerca de la violencia. Vibra como una flecha en una dirección irreversible y asimétrica, la que va, la mayoría de las veces, del padre al hijo, del maestro al discípulo o del amo al esclavo («yo, yo voy a enseñarte a vivir»). Tal dirección oscila: entre la dirección como experiencia (aprender a vivir ¿no es acaso la experiencia misma?), la dirección como educación y la dirección como enderezamiento.
Pero aprender a vivir, aprenderlo por uno mismo, solo, enseñarse a si mismo a vivir («quisiera aprender a vivir por fin»), ¿no es, para quien vive, lo imposible?, ¿no es acaso lo que la lógica misma prohíbe? A vivir, por definición, no se aprende. No por uno mismo, de la vida por obra de la vida. Solamente del otro y por obra de la muerte. En todo caso del otro al borde de la vida. En el borde interno o en el borde externo, es ésta una heterodidáctica entre vida y muerte.
Nada es, sin embargo, más necesario que esta sabiduría. Es la ética misma: aprender a vivir -solo, por uno mismo-. La vida no sabe vivir de otra manera. ¿Y acaso se hace jamás otra cosa que no sea aprender a vivir, solo, por uno mismo? ¡Extraño empeño para un ser vivo y supuestamente vivo, desde el momento en que este «Quisiera aprender a vivir» es a la vez imposible y necesario! Sólo tiene sentido y puede resultar justo en una explicación con la muerte. Con mi muerte tanto como con la del otro. Entre vida y muerte, pues; es ahí donde está el lugar de una sentenciosa inyunción* que aparenta siempre hablar como habla el justo.
Lo que sigue se plantea como un ensayo en la noche -en el desconocimiento de lo que queda por venir-, una simple tentativa, pues, de analizar con alguna consecuencia un exordio como el siguiente: «Quisiera aprender a vivir. Por fin». ¿Cómo por fin...?
El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma. Entonces, habría que saber de espíritus. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, que no es ni sustancia ni esencia ni existencia, no está nunca presente como tal. El tiempo del «aprender a vivir», un tiempo sin presente rector, vendría a ser esto, y el exordio nos arrastra a ello: aprender a vivir con los fantasmas, en la entrevista, la compañía o el aprendizaje, en el comercio sin comercio con y de los fantasmas. A vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones.
Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. De la justicia ahí donde la justicia aún no está, aún no ahí, ahí donde ya no está, entendamos ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como tampoco lo será la ley, reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido. Ninguna justicia -no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho[i] -parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contemporaneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta «¿dónde?», «¿dónde mañana?» (whither?).
Esta pregunta llega, si llega, y pone en cuestión lo que vendrá en el por-venir. Estando vuelta hacia el porvenir, yendo hacia él, también viene de él, proviene del porvenir. Debe, pues, exceder a toda presencia como presencia a sí. Al menos debe hacer que esta presencia sólo sea posible a partir del movimiento de cierto desquiciamiento, disyunción o desproporción: en la inadecuación a sí. Ahora bien, si esta pregunta, desde el momento en que viene a nosotros, no puede venir ciertamente sino del porvenir (whither?, ¿adónde iremos mañana?, ¿adónde va, por ejemplo, el marxismo?, ¿adónde vamos nosotros con él?), lo que se encuentra delante de ella debe también precederla como origen suyo: antes de ella. Incluso si el porvenir es su procedencia, debe ser, como toda procedencia, absoluta e irreversiblemente pasado. «Experiencia» del pasado como por venir, ambos absolutamente absolutos, más allá de toda modificación de cualquier presente. Si la posibilidad de la pregunta es posible, si debe ser tomada en serio la posibilidad de esta pregunta, que quizá no es ya una pregunta, y que nosotros llamamos aquí la justicia, aquélla debe llevar más allá de la vida presente, de la vida como mi vida o nuestra vida. En general. Pues mañana sucederá, para el «mi vida» o el «nuestra vida», la de los otros, lo mismo que, ayer, sucedió para otros: más allá, pues, del presente vivo en general.
Ser justo: más allá del presente vivo en general -y de su simple reverso negativo-. Momento espectral, momento que ya no pertenece al tiempo, si se entiende bajo este nombre el encadenamiento de los presentes modalizados (presente pasado, presente actual, «ahora», presente futuro). Cuestionamos en este instante, nos interrogamos sobre este instante que no es dócil al tiempo, al menos a lo que llamamos así. Furtiva e intempestiva, la aparición del espectro no pertenece a ese tiempo, no da el tiempo, no ese tiempo: «Enter the Ghost, exit the Ghost, re-enter the Ghost» (Hamlet).
Parece un axioma, más precisamente un axioma a propósito de la axiomática misma: es decir, a propósito de alguna evidencia supuestamente indemostrable sobre lo que tiene precio, valor, calidad (axia). E incluso, y sobre todo, dignidad (por ejemplo sobre el hombre como ejemplo de un ser finito y razonable), esa dignidad incondicional (Würdigkeit) que Kant elevaba justamente por encima de toda economía, de todo valor comparado o comparable, de todo precio de mercado (Marktpreis). Este axioma puede resultar chocante. Y la objeción no se hace esperar: ¿con respecto a quién, se dirá, comprometería al fin y al cabo un deber de justicia, aunque fuera más allá del derecho y de la norma, con respecto a quién y a qué, sino a la vida de un ser vivo?, ¿hay acaso justicia, compromiso de justicia o responsabilidad en general, que haya de responder de sí (de sí vivo) ante otra cosa que, en última instancia, no sea la vida de alguien que está vivo, se la entienda como vida natural o como vida del espíritu? Cierto. La objeción parece irrefutable. Pero lo irrefutable mismo supone que esa justicia conduce a la vida más allá de la vida presente o de su ser-ahí efectivo, de su efectividad empírica u ontológica: no hacia la muerte sino hacia un sobre-vivir, a saber, una huella cuya vida y cuya muerte no serían ellas mismas sino huellas y huellas de huellas, un sobre-vivir cuya posibilidad viene de antemano a desquiciar o desajustar la identidad consigo del presente vivo así como de toda efectividad. Por tanto, hay espíritu. Espíritus. Y es preciso contar con ellos. No se puede no deber, no se debe no poder contar con ellos, que son más de uno: el más de uno.
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