Castoriadis: La democracia como procedimiento y como régimen (y 2)
Para el punto de vista procedimental, los seres humanos (o una parte suficiente de ellos) deberían ser puros entendimientos jurídicos. Pero los individuos efectivos son otra cosa muy distinta. Estamos obligados a tomarles como vienen, forjados ya por la sociedad, con su historia, sus pasiones, sus múltiples pertenencias particulares, tal y como han sido construidos en el proceso histórico-social y en la institución dada de la sociedad. Porque seríamos diversos, sería necesario que esta institución, en los aspectos sustanciales y sustantivos, fuese diversa. Incluso si suponemos una democracia caída del cielo, tan completa y perfecta como se quiera, esta democracia no podría durar más que algunos años a menos que produzca los individuos que le corresponden y que son, ante todo y sobre todo, capaces de hacerla funcionar y de reproducirla. No puede haber sociedad democrática sin paideia democrática.
La concepción procedimental, salvo caer en la incoherencia, está obligada a introducir subrepticiamente -o llevar hasta- al menos dos juicios de sustancia y de hecho: las instituciones efectivas, dadas, de la sociedad son, tal y como son, compatibles con el funcionamiento de procedimientos "verdaderamente" democráticos; los individuos, tal como son construidos por esta sociedad, pueden hacer funcionar los procedimientos establecidos en su "espíritu" y defenderlos. Estos juicios tiene múltiples presuposiciones y comportan numerosas consecuencias. Mencionemos dos. La primera es que nos encontramos nuevamente con la cuestión fundamental de la equidad, no en el sentido sustantivo, sino ante todo en el sentido estrechamente lógico ya establecido por Platón y Aristóteles(12). Hay siempre inadecuación entre la materia a juzgar y la forma misma de la ley, pues la primera es necesariamente concreta y específica y la segunda es abstracta y universal. Esta inadecuación no puede ser colmada más que con el trabajo creador del juez "que se pone en el puesto del legislador", lo que implica que tome en cuenta consideraciones sustantivas. Todo esto va mucho más allá del procedimentalismo.
La segunda es que, para que los individuos sean capaces de hacer funcionar los procedimientos democráticos según su "espíritu", es necesario que una parte importante del trabajo de la sociedad y de sus instituciones se dirija hacia la producción de individuos que se correspondan con esta definición, esto es, mujeres y hombres democráticos también en el sentido estrechamente procedimental del término. Pero entonces es preciso afrontar el dilema siguiente: o esta educación de los individuos es dogmática, autoritaria, heterónoma -y la pretensión democrática se convierte en el equivalente político de un ritual religioso-; o bien, los individuos que deben "aplicar el procedimiento" -votar, legislar, seguir las leyes, gobernar- han sido educados de manera crítica. En tal caso, es necesario que este espíritu crítico sea valorizado, en cuanto tal, por la institución de la sociedad, y entonces se abre la caja de Pandora de la puesta en cuestión de las instituciones existentes, y la democracia vuelve a ser movimiento de autoinstitución de la sociedad, esto es, un nuevo tipo de régimen en el sentido pleno del término.
Los periodistas y también algunos filósofos políticos que parecen ignorar totalmente las largas disputas de la "filosofía del derecho" de los dos últimos siglos, hablan constantemente del "Estado de derecho". Pero si el "Estado de derecho" (Rechtstaat) es una cosa distinta del "Estado de la ley" (Gesetzstaat)(11) no es sino porque aquel va más allá de la simple conformidad con "procedimientos", planteando la cuestión de la justicia e implicando incluso a las reglas jurídicas ya existentes. Pero la cuestión de la justicia es la cuestión de la política, de cuándo la institución de la sociedad ha dejado de ser sagrada o tradicional. Desde entonces, el "reino de la ley" no puede eludir la pregunta ¿qué ley, por qué esta ley y no otra?
Ni siquiera la respuesta "formalmente democrática" -la ley es ley porque representa la decisión de mayoría (omitimos evidentemente el saber si realmente lo es)- impide la pregunta: ¿y por qué debe ser así? Si la justificación de la regla de la mayoría es estrechamente "procedimental" -por ejemplo, porque es necesario que toda discusión tenga término-, entonces cualquier regla podría tener la misma justificación: sortear la decisión, por ejemplo. La regla mayoritaria no puede ser justificada si no se admite el valor igual, en el campo de lo contingente y lo probable, de las doxai [opiniones] de individuos libres(14). Pero si este igual valor no debe quedarse reducido a un "principio contrafactual", un engaño pseudo-trascendental, entonces es tarea permanente de la institución de la sociedad producir individuos de los que puede postularse razonablemente que sus opiniones tienen el mismo peso en el campo político. Una vez más, la cuestión de la paideia se revela ineliminable.
La idea de que el "derecho positivo" y sus procedimientos puedan separarse de los valores sustantivos es un espejismo. También lo es la idea de que un régimen democrático podría recibir de la historia, ready made [confeccionados], individuos democráticos que le harían funcionar. Tales individuos sólo pueden ser formados dentro, y a través, de una paideia democrática, que no brota como una planta sino que debe ser un objeto central de las preocupaciones políticas.
Los procedimientos democráticos constituyen una parte, ciertamente importante, pero sólo una parte, de un régimen democrático. Y deben ser verdaderamente democráticos, en su espíritu. En el primer régimen que se puede llamar, a pesar de todo, democrático, el régimen ateniense, fueron instituidos no como simples "medios", sino como momento de encarnación y de la facilitación de los procesos que lo realizaban. La rotación, el sorteo, la decisión tras la deliberación de todo el cuerpo político, las elecciones y los tribunales populares, no se basaban tanto sobre el postulado de la igual capacidad de todos para asumir las cargas públicas, sino más bien constituían las piezas de un proceso político educativo, de una paideia activa, que pretendía ejercitar y también desarrollar entre ellos todas las capacidades correspondientes, y, por tanto, hacer el postulado de la igualdad política tanto más posible por estar más próximo a la realidad efectiva.
En verdad, las raíces de estas confusiones no son solamente "ideales", en el sentido de que no deben ser buscadas esencialmente o exclusivamente en "falsas ideas", en la misma medida en que no son solamente "materiales", en el sentido de que no deben entenderse como mera expresión, más o menos consciente, de intereses, pulsiones, posiciones sociales, etc. Se apoyan sobre el imaginario histórico-social de la edad "política" moderna, desde su prehistoria, pero ante todo sobre su carácter antinómico. Ahora no es posible dedicarse a hacer una dilucidación de esto, así que me limitaré al intento de seleccionar algunos puntos relevantes de la constelación de ideas en cuyo interior y a través de las cuales se ha expresado este imaginario en la esfera política.
Comenzaré in media res. Es conocida la crítica habitual que el marxismo dirigía a los derechos y a las libertades "burguesas" (y que se remonta, sea lo que quiera que se diga, a Marx mismo): se tratarían de libertades y derechos simplemente "formales", establecidos más o menos en interés del capitalismo. Crítica incorrecta por muchas razones. Estos derechos y libertades no han nacido con el capitalismo ni han sido reconocidos por él. Reivindicados inicialmente por la protoburguesía de las comunas desde el siglo X, han sido arrancados, conquistados, impuestos a través de luchas seculares del pueblo (en las que no sólo han jugado un papel importante los estratos desfavorecidos, sino también la pequeña burguesía). Allá donde solamente han sido importados, han sido casi siempre débiles y frágiles (consideremos el caso de los países de América Latina o Japón). Además, estos derechos y libertades no se corresponden con el "espíritu" del capitalismo; este último exige más bien el one best way de Taylor o la "jaula de hierro" de Max Weber.
Igualmente falsa es la idea de que representarían la premisa política de la concurrencia en el mercado económico, pues ésta es solamente un momento, ni espontáneo (Polanyi) ni permanente del capitalismo, cuya tendencia interna conduce al monopolio, al oligopolio o a las coaliciones entre capitalistas. Y tampoco constituyen una precondición para el desarrollo del capitalismo (consideremos de nuevo el ejemplo de Japón). Por fin, y sobre todo, estos derechos y libertades no son en absoluto "formales": por el contrario, corresponden a rasgos de vital necesidad en todo régimen democrático. Sin embargo, son parciales y, como se ha dicho antes, esencialmente defensivos. También la cualificación de "negativos" (I. Berlin) es inadecuada. El derecho a reunirse, a manifestarse, a publicar un periódico o un libro no es "negativo": su ejercicio constituye una componente de la vida social y política y puede tener y tiene necesariamente efectos importantes sobre ella. Otra cosa es que pueda ser obstaculizado por las condiciones efectivas o, como ocurre hoy en los países ricos, que pueda ser reducido a un papel más o menos fútil a causa del marchitamiento político general.
Precisamente, una parte principal de la lucha por la democracia apunta hacia la instauración de las condiciones reales que permitan a todos el ejercicio efectivo de estos derechos. Recíprocamente, esta falaz denuncia del carácter "formal" de los derechos y libertades "burguesas" ha tenido resultados catastróficos, sirviendo de trampolín a la instauración del totalitarismo leninista y dando cobertura a su continuación a través del estalinismo.
Estas libertades y derechos no son, por tanto, "formales": son parciales y, en la realidad social efectiva, esencialmente defensivos. Por la misma razón, no son "negativos". La expresión de I. Berlin pertenece al contexto y al patrimonio histórico al que he hecho referencia al principio. Corresponde a la actitud subyacente, cuasipermanente, de las sociedades y poblaciones europeas (no sólo de éstas, pero de ellas estamos hablando aquí) respecto al poder. Precisamente cuando se ha roto, al menos en parte, el imaginario milenario de la realeza del derecho divino (ratificado y reforzado por el cristianismo, "todo poder viene de Dios"), sigue subsistiendo con no menos intensidad la representación del poder como extraño a la sociedad, frente a ella y opuesto a ella. El poder son "ellos" (us and them, sigue diciéndose en inglés), nos es hostil como norma y se trata de contenerlo dentro de sus límites y de defendernos ante él. Solamente en las épocas revolucionarias, en la Nueva Inglaterra o en Francia, la frase we the people [nosotros, el pueblo] o el término Nación, adquieren un sentido político y se declara que la soberanía pertenece a la nación, frase que será rápidamente vaciada de su contenido a través de la "representación". En semejante contexto, se comprende que los derechos y libertades ha ser considerados como instrumentos de defensa contra un Estado omnipotente y esencialmente extraño.
I. Berlin opone a estas libertades "negativas", las únicas aceptables en su opinión, una idea de la libertad "positiva" emparentada con la concepción democrática antigua (griega) según la cual todos los ciudadanos deben tomar parte del poder. Esta idea, según ese autor, sería potencialmente autoritaria pues presupondría la imposición de una concepción positiva, y colectivamente (políticamente) determinada, del Bien común o del bien vivir.
Muchas son las grietas en ese razonamiento. La libertad efectiva (mejor que "positiva") de todos mediante la participación en el poder no implica una concepción del Bien común más de lo que lo haga cualquier decisión legislativa, de gobierno o judicial, tomada por "representantes", ministros o jueces togados. Como ya se ha dicho, nunca puede ejercerse, por ejemplo, un sistema de derecho que sea completamente (o esencialmente) Wertfrei, neutro en cuanto a valores. El reconocimiento de una esfera libre de "actividad privada" -cualesquiera que sean sus límites- procede asimismo de la afirmación de un valor sustantivo y que pretende tener validez universal: es bueno para todos que los individuos se muevan libremente dentro de la esfera de la actividad privada reconocida y garantizada por la ley. La delimitación de estas esferas, el contenido de las eventuales sanciones en caso de ser transgredidas por otras, debe necesariamente recurrir a algo distinto que una concepción formal de la ley, como sería fácil demostrar a propósito de cualquier sistema de derecho positivo (para poner un ejemplo, es imposible establecer una graduación de la gravedad de los delitos y de las penas sin establecer un "parangón" entre el valor de la vida, de la libertad -la prisión-, el dinero, etc.).
Implícita en la argumentación de Berlin hay otra confusión: entre el Bien común y la felicidad. El fin de la política no es la felicidad, que solamente puede ser un asuntos privado(15), es la libertad y la autonomía individual y colectiva. Pero no puede ser solamente la autonomía, porque entonces se recaería de nuevo en el formalismo kantiano y bajo todas las legítimas críticas de las que ha sido objeto desde su origen. Como he dicho en otro lugar(16), queremos la libertad al mismo tiempo por sí misma y para hacer alguna cosa, para poder hacer cosas. Y bien, una inmensa parte de esas cosas no estamos en condiciones de hacerlas solos, o bien dependen fuertemente de la institución global de la sociedad, y, generalmente, las dos circunstancias se verifican simultáneamente. Eso implica necesariamente una concepción, aunque sea mínima, del Bien común.
Es cierto, como he recordado al comienzo del texto, que Berlin no ha creado esta confusión, limitándose a compartirla. Ella proviene de lejos, y es tanto más necesario disiparla. La distinción a restablecer es antigua (y su olvido por los teóricos modernos tiene aún menos excusa). Se trata de la distinción entre la felicidad, hecho estrictamente privado, y el Bien común (o la buena vida), impensable sin referirse al campo público y al campo público/público (el poder). Es la misma, en términos diferentes pero que enriquecen la discusión, que la distinción entre eudaimonia, la felicidad, que no es eph'hemin, no depende de nosotros, y el eu zein, el bien vivir, que, en gran parte, depende de nosotros, individual y colectivamente (ya que depende tanto de nuestros actos como de los que nos circundan, y, en un nivel a la vez más abstracto y más profundo, de las instituciones de la sociedad). Se pueden casar ambas distinciones, afirmando que la realización del bien común es la condición del buen vivir.
¿Pero qué determina o define el buen vivir? Quizá una las razones principales de la confusión que rodea la pregunta es que la filosofía ha pretendido poder dar esta determinación o definición. Esto ha ocurrido porque el papel de pensadores de la política ha sido jugado principalmente por filósofos, y éstos, por profesión, querrían determinar de una vez por todas una "felicidad" y un "bien común", y, si es posible, hacerles coincidir. En el marco del pensamiento heredado, esta determinación tenía que ser universal, válida para todo tiempo y lugar, y, al mismo tiempo, establecida de algún modo a priori. esta es la raíz del "error" de la mayor parte de los filósofos que han escrito sobre política, y del error simétrico de aquellos otros que, para evitar lo absurdo de las consecuencias de esta solución -Platon, por ejemplo, que legislaba sobre modos musicales permitidos y prohibidos para toda "buena" sociedad- se han reducido a rechazar la pregunta misma, abandonándola al libre arbitrio de cada uno. No puede haber filosofía que defina para todos qué es la felicidad, y menos aún que la quiera imponer a través de decisiones políticas. La felicidad pertenece a la esfera privada y privada/pública. No pertenece a la esfera pública/pública en cuanto tal. La democracia, como régimen de la libertad, excluye ciertamente que una "felicidad" pueda ser presentada, en sí misma o en sus "medios", como políticamente obligatoria. Se puede añadir: ninguna filosofía en ningún momento puede definir un "bien común" sustantivo, y ninguna política puede esperar para actuar a que la filosofía haya establecido semejante bien común(17).
Pero las preguntas que se plantean en la esfera pública/pública (a la legislación, al gobierno) no pueden siquiera ser discutidas sin una visión del bien común. El bien común es, al mismo tiempo, una condición de la felicidad individual y también atañe a las obras y trabajos que la sociedad -feliz o no- querría ver realizadas.
Esto no afecta sólo al régimen democrático. El análisis ontológico muestra que ninguna sociedad puede existir sin una definición, más o menos segura, de los valores sustantivos compartidos, de los bienes sociales comunes (los public goods de los economistas sólo son una parte de ellos). Estos valores representan una parte esencial de las significaciones imaginarias sociales establecidas. Definen el empuje de cada sociedad; suministran normas y criterios no formalmente instituidos (por ejemplo, los griegos distinguían entre dikaion y kalon); finalmente, sostienen el mandato institucional explícito. Un régimen político no puede ser totalmente agnóstico en cuanto a valores (o morales, o éticas). Por ejemplo, el derecho no puede hacer otra cosa que expresar una concepción común (o dominante, bien o mal aceptada) del "mínimo moral" implicado en la vida en sociedad.
Pero estos valores y esta moralidad son creación colectiva anónima y "espontánea". Pueden ser modificados bajo la influencia de una acción consciente y deliberada, pero es necesario que esta última incida sobre otros estratos del ser histórico-social, no solamente por los afectados por la acción política explícita. En todo caso, la cuestión del bien común pertenece al campo del hacer histórico-social, no al de la teoría. La concepción sustancial del bien común, en cualquier caso, es creación histórico-socíal, y, evidentemente, se encuentra tras todo derecho y todo procedimiento. Esto no conduce al simple "relativismo", cuando se vive en un régimen democrático en el que la interrogación queda abierta efectivamente y de forma permanente, lo que presupone la creación social de individuos capaces de interrogarse efectivamente. Aquí encontramos, al menos, una componente del bien común democrático, sustantivo y no relativo: la ciudad debe hacer todo lo posible para ayudar a los ciudadanos a llegar a ser efectivamente autónomos. Esa es, ante todo, una condición de su existencia en tanto que ciudad democrática: una ciudad está hecha de ciudadanos, y ciudadano es aquel que es "capaz de gobernar y de ser gobernando" (Aristóteles). Pero es también, como ya he dicho, una condición positiva del bien vivir de cada uno, dependiente de la "cualidad" de los otros. Y la realización de este objetivo -ayudar a los ciudadanos para que lleguen a ser autónomos, la paideia en la acepción más fuerte y profunda del término- es imposible sin decisiones políticas sustantivas, que, por otra parte, no pueden dejar de ser tomadas en cualquier tipo de régimen y en cualquier caso.
La democracia como régimen es, por tanto, al mismo tiempo, el régimen que intenta realizar, tanto como resulta posible, la autonomía individual y colectiva, y el bien común tal como es concebido por la colectividad considerada.
El ser humano singular reabsorbido en "su" colectividad, en la que, evidentemente, se encuentra por azar (el azar de su nacimiento en determinado lugar y determinado momento), por un lado, y por otro, este mismo ser separado de toda colectividad, contemplando la sociedad a distancia y procurando ilusoriamente considerarla al mismo tiempo como un artefacto y como un mal necesario, son dos consecuencias del mismo desconocimiento, que se pone de manifiesto en dos niveles:
como desconocimiento de lo que son el ser humano y la sociedad, de lomostrado por el análisis de la humanización del ser humano como socialización y la "encarnación"-materialización de lo social en el individuo; como desconocimiento de lo que es la política en cuanto creación ontológica en general -creación de un tipo de ser que se da explícitamente, aunque en parte, las leyes de su propia existencia y, al mismo tiempo, en cuanto proyecto de autonomía individual y colectiva.
La política democrática es, en los hechos, la actividad que intenta reducir, tanto como sea posible, el carácter contingente de nuestra existencia histórico-social en sus determinaciones sustantivas. Ni la política democrática en los hechos, ni la filosofía en la idea, pueden suprimir aquello que, desde el punto de vista del ser humano singular y de la humanidad en general, aparece como el azar radical (que Heidegger veía en parte, pero restringía extrañamente al ser humano singular, bajo el título de Geworfenheit, abandono o "estar-arrojado"), haciendo así que haya un forma de ser, que esto se manifieste como mundo, que dentro de este mundo haya una forma de vida, y en esta vida haya una especie humana, en esta especie una cierta formación histórico-social y en esta formación, en tal lugar y momento, florezca en un vientre entre millones, aparezca este pedazo de carne que berrea, y no otro. Pero ambas, política democrática y filosofía, praxis y pensamiento, pueden ayudarnos a limitar, o mejor a transformar, la parte enorme de contingencia que determina nuestra vida a través de la libre acción. Sería ilusorio afirmar que ellas ayudan a "asumir libremente" las circunstancias que no hemos escogido y que no podremos nunca escoger. El hecho mismo de que un filósofo pueda pensar y escribir que la libertad es la conciencia de la necesidad (independientemente de toda consideración sustantiva sobre el sentido de esa frase) está condicionado por una miríada no numerable de otros hechos contingentes. La simple conciencia de la mezcolanza infinita de contingencia y necesidad -de contingencia necesaria y de necesidad en último análisis contingente- que condiciona lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos, está bien alejada de ser libertad. Pero es condición de esta libertad, condición requerida para emprender lúcidamente las acciones que pueden conducirnos a la autonomía efectiva tanto en el plano individual como en el plano político.
Notas
(1) Ver mi texto "Pouvoir,politique,autonomie" (1988),reeditado en Le monde morcelé-Les Carrefours du labyrinthe III, París, Le Seuil, 1990, pp.117-124.
(2) Sanciones legítimas respecto al derecho positivo, no en absoluto.
(3) Para Habermas, ver su último "ThreeModels of Democracy", en Costellations, Vol. I, nºl, abril 1994, pp.1-10.
(4) Términos de la dedicatoria de la Crítica de la razón pura, Koenigsberg, 29 marzo 1781, al Freiherr Van zedlitz, ministro de estado del rey de Prusia.
(5) Ver mi "Les intellectuels et l'histoire" (1987), reeditado en Le Monde morcelé, op.cit., pp.103-111.
(6) Ver mi texto (1981), reeditado en Domaines de l'homme-Les Carrefours du labyrinthe, París, Le Seuil, 1986, pp.307-324.
(7) Términos que empleo simbólicamente (y por abuso del lenguaje). La Asamblea ateniense no ejercitaba el poder judicial y no hacía más que supervisar al "ejecutivo" en el sentido que se da a tal término (administración).
(8) Ver mi "Fait et á faire", en Autonomie et auto-trasformation de la societé, la philosophie militante de Cornelius Castoriadis, Ginebra-París, Droz, 1989, en particular pp.500-513.
(9) Aquello que en el lenguaje filosófico y constitucionalista moderno se denomina "ejecutivo", se escinde en dos: poder (o funciones) de gobierno y poder (o funciones) administrativo. El "Gobierno", en cuanto gobierno, no "ejecuta" las leyes, esencialmente actúa (gobierna) en el cuadro de las leyes. La adninistración, en la medida en que no puede ser "mecanizada" enteramente, no pude tampoco escapar a las cuestiones de interpretación, como las evocadas en el texto.
(10) Ver mi análisis de las ideas de Aristóteles sobre ese tema, en "Valeur, égalité,justice, politique: de Marx á Aristote et d'Aristote á nous" (1975), reeditado en Les Carrefours du labyrinthe, París, Le Seuil, 1978, especialmente pp 274-306.
(11) No se trata evidentemente de las intenciones "históricamente establecidas", sino de la inserción necesaria -y problemática- de toda cláusula particular en el sistema jurídico en su conjunto, que evoluciona continuamente.
(12) Ver mi texto citado en la nota 10.
(13) Desde muchos siglos antes de la Revolución francesa, la Monarquía, absoluta o "ilustrada" realizaba en la mayor parte de los países de Europa Occidental un "Estado de ley". "Aquí hay jueces en Postdam", replicaba el molinero prusiano a Federico el Grande.
(14) Poco más o menos así lo justificaba Aristóteles en La Constitución de los atenienses, XLI
(15) Ver "Racines subjetivas du projet révolutionnaire" en la primera parte (1964-65) de mi libro L'Institution imaginaire de la Societé, París, Le Seuil, 1975, pp.126-127.
(16)Ver mi texto "La polis grecque et la création de la démocratie" (1982), reeditado en Domaines de l'homme, op.cit., en particular pp.287-296.
(17) Ciertamente, sería difícil para un filósofo sostener que una sociedad en la que la filosofía es imposible valga, a sus ojos, tanto como otra en la que es practicada. Pero, a falta de una aclaración suplementaria (y larga) del contenido del término filosofía, esto no define políticamente un tipo de sociedad. Ha habido una, o, al menos, una cierta filosofía en la India y en China (por no hablar del Islam y de la Europa medieval). Pero de ahí no se deriva que una sociedad de castas o con un mandarinato equivalga políticamente a una sociedad democrática.
La concepción procedimental, salvo caer en la incoherencia, está obligada a introducir subrepticiamente -o llevar hasta- al menos dos juicios de sustancia y de hecho: las instituciones efectivas, dadas, de la sociedad son, tal y como son, compatibles con el funcionamiento de procedimientos "verdaderamente" democráticos; los individuos, tal como son construidos por esta sociedad, pueden hacer funcionar los procedimientos establecidos en su "espíritu" y defenderlos. Estos juicios tiene múltiples presuposiciones y comportan numerosas consecuencias. Mencionemos dos. La primera es que nos encontramos nuevamente con la cuestión fundamental de la equidad, no en el sentido sustantivo, sino ante todo en el sentido estrechamente lógico ya establecido por Platón y Aristóteles(12). Hay siempre inadecuación entre la materia a juzgar y la forma misma de la ley, pues la primera es necesariamente concreta y específica y la segunda es abstracta y universal. Esta inadecuación no puede ser colmada más que con el trabajo creador del juez "que se pone en el puesto del legislador", lo que implica que tome en cuenta consideraciones sustantivas. Todo esto va mucho más allá del procedimentalismo.
La segunda es que, para que los individuos sean capaces de hacer funcionar los procedimientos democráticos según su "espíritu", es necesario que una parte importante del trabajo de la sociedad y de sus instituciones se dirija hacia la producción de individuos que se correspondan con esta definición, esto es, mujeres y hombres democráticos también en el sentido estrechamente procedimental del término. Pero entonces es preciso afrontar el dilema siguiente: o esta educación de los individuos es dogmática, autoritaria, heterónoma -y la pretensión democrática se convierte en el equivalente político de un ritual religioso-; o bien, los individuos que deben "aplicar el procedimiento" -votar, legislar, seguir las leyes, gobernar- han sido educados de manera crítica. En tal caso, es necesario que este espíritu crítico sea valorizado, en cuanto tal, por la institución de la sociedad, y entonces se abre la caja de Pandora de la puesta en cuestión de las instituciones existentes, y la democracia vuelve a ser movimiento de autoinstitución de la sociedad, esto es, un nuevo tipo de régimen en el sentido pleno del término.
Los periodistas y también algunos filósofos políticos que parecen ignorar totalmente las largas disputas de la "filosofía del derecho" de los dos últimos siglos, hablan constantemente del "Estado de derecho". Pero si el "Estado de derecho" (Rechtstaat) es una cosa distinta del "Estado de la ley" (Gesetzstaat)(11) no es sino porque aquel va más allá de la simple conformidad con "procedimientos", planteando la cuestión de la justicia e implicando incluso a las reglas jurídicas ya existentes. Pero la cuestión de la justicia es la cuestión de la política, de cuándo la institución de la sociedad ha dejado de ser sagrada o tradicional. Desde entonces, el "reino de la ley" no puede eludir la pregunta ¿qué ley, por qué esta ley y no otra?
Ni siquiera la respuesta "formalmente democrática" -la ley es ley porque representa la decisión de mayoría (omitimos evidentemente el saber si realmente lo es)- impide la pregunta: ¿y por qué debe ser así? Si la justificación de la regla de la mayoría es estrechamente "procedimental" -por ejemplo, porque es necesario que toda discusión tenga término-, entonces cualquier regla podría tener la misma justificación: sortear la decisión, por ejemplo. La regla mayoritaria no puede ser justificada si no se admite el valor igual, en el campo de lo contingente y lo probable, de las doxai [opiniones] de individuos libres(14). Pero si este igual valor no debe quedarse reducido a un "principio contrafactual", un engaño pseudo-trascendental, entonces es tarea permanente de la institución de la sociedad producir individuos de los que puede postularse razonablemente que sus opiniones tienen el mismo peso en el campo político. Una vez más, la cuestión de la paideia se revela ineliminable.
La idea de que el "derecho positivo" y sus procedimientos puedan separarse de los valores sustantivos es un espejismo. También lo es la idea de que un régimen democrático podría recibir de la historia, ready made [confeccionados], individuos democráticos que le harían funcionar. Tales individuos sólo pueden ser formados dentro, y a través, de una paideia democrática, que no brota como una planta sino que debe ser un objeto central de las preocupaciones políticas.
Los procedimientos democráticos constituyen una parte, ciertamente importante, pero sólo una parte, de un régimen democrático. Y deben ser verdaderamente democráticos, en su espíritu. En el primer régimen que se puede llamar, a pesar de todo, democrático, el régimen ateniense, fueron instituidos no como simples "medios", sino como momento de encarnación y de la facilitación de los procesos que lo realizaban. La rotación, el sorteo, la decisión tras la deliberación de todo el cuerpo político, las elecciones y los tribunales populares, no se basaban tanto sobre el postulado de la igual capacidad de todos para asumir las cargas públicas, sino más bien constituían las piezas de un proceso político educativo, de una paideia activa, que pretendía ejercitar y también desarrollar entre ellos todas las capacidades correspondientes, y, por tanto, hacer el postulado de la igualdad política tanto más posible por estar más próximo a la realidad efectiva.
En verdad, las raíces de estas confusiones no son solamente "ideales", en el sentido de que no deben ser buscadas esencialmente o exclusivamente en "falsas ideas", en la misma medida en que no son solamente "materiales", en el sentido de que no deben entenderse como mera expresión, más o menos consciente, de intereses, pulsiones, posiciones sociales, etc. Se apoyan sobre el imaginario histórico-social de la edad "política" moderna, desde su prehistoria, pero ante todo sobre su carácter antinómico. Ahora no es posible dedicarse a hacer una dilucidación de esto, así que me limitaré al intento de seleccionar algunos puntos relevantes de la constelación de ideas en cuyo interior y a través de las cuales se ha expresado este imaginario en la esfera política.
Comenzaré in media res. Es conocida la crítica habitual que el marxismo dirigía a los derechos y a las libertades "burguesas" (y que se remonta, sea lo que quiera que se diga, a Marx mismo): se tratarían de libertades y derechos simplemente "formales", establecidos más o menos en interés del capitalismo. Crítica incorrecta por muchas razones. Estos derechos y libertades no han nacido con el capitalismo ni han sido reconocidos por él. Reivindicados inicialmente por la protoburguesía de las comunas desde el siglo X, han sido arrancados, conquistados, impuestos a través de luchas seculares del pueblo (en las que no sólo han jugado un papel importante los estratos desfavorecidos, sino también la pequeña burguesía). Allá donde solamente han sido importados, han sido casi siempre débiles y frágiles (consideremos el caso de los países de América Latina o Japón). Además, estos derechos y libertades no se corresponden con el "espíritu" del capitalismo; este último exige más bien el one best way de Taylor o la "jaula de hierro" de Max Weber.
Igualmente falsa es la idea de que representarían la premisa política de la concurrencia en el mercado económico, pues ésta es solamente un momento, ni espontáneo (Polanyi) ni permanente del capitalismo, cuya tendencia interna conduce al monopolio, al oligopolio o a las coaliciones entre capitalistas. Y tampoco constituyen una precondición para el desarrollo del capitalismo (consideremos de nuevo el ejemplo de Japón). Por fin, y sobre todo, estos derechos y libertades no son en absoluto "formales": por el contrario, corresponden a rasgos de vital necesidad en todo régimen democrático. Sin embargo, son parciales y, como se ha dicho antes, esencialmente defensivos. También la cualificación de "negativos" (I. Berlin) es inadecuada. El derecho a reunirse, a manifestarse, a publicar un periódico o un libro no es "negativo": su ejercicio constituye una componente de la vida social y política y puede tener y tiene necesariamente efectos importantes sobre ella. Otra cosa es que pueda ser obstaculizado por las condiciones efectivas o, como ocurre hoy en los países ricos, que pueda ser reducido a un papel más o menos fútil a causa del marchitamiento político general.
Precisamente, una parte principal de la lucha por la democracia apunta hacia la instauración de las condiciones reales que permitan a todos el ejercicio efectivo de estos derechos. Recíprocamente, esta falaz denuncia del carácter "formal" de los derechos y libertades "burguesas" ha tenido resultados catastróficos, sirviendo de trampolín a la instauración del totalitarismo leninista y dando cobertura a su continuación a través del estalinismo.
Estas libertades y derechos no son, por tanto, "formales": son parciales y, en la realidad social efectiva, esencialmente defensivos. Por la misma razón, no son "negativos". La expresión de I. Berlin pertenece al contexto y al patrimonio histórico al que he hecho referencia al principio. Corresponde a la actitud subyacente, cuasipermanente, de las sociedades y poblaciones europeas (no sólo de éstas, pero de ellas estamos hablando aquí) respecto al poder. Precisamente cuando se ha roto, al menos en parte, el imaginario milenario de la realeza del derecho divino (ratificado y reforzado por el cristianismo, "todo poder viene de Dios"), sigue subsistiendo con no menos intensidad la representación del poder como extraño a la sociedad, frente a ella y opuesto a ella. El poder son "ellos" (us and them, sigue diciéndose en inglés), nos es hostil como norma y se trata de contenerlo dentro de sus límites y de defendernos ante él. Solamente en las épocas revolucionarias, en la Nueva Inglaterra o en Francia, la frase we the people [nosotros, el pueblo] o el término Nación, adquieren un sentido político y se declara que la soberanía pertenece a la nación, frase que será rápidamente vaciada de su contenido a través de la "representación". En semejante contexto, se comprende que los derechos y libertades ha ser considerados como instrumentos de defensa contra un Estado omnipotente y esencialmente extraño.
I. Berlin opone a estas libertades "negativas", las únicas aceptables en su opinión, una idea de la libertad "positiva" emparentada con la concepción democrática antigua (griega) según la cual todos los ciudadanos deben tomar parte del poder. Esta idea, según ese autor, sería potencialmente autoritaria pues presupondría la imposición de una concepción positiva, y colectivamente (políticamente) determinada, del Bien común o del bien vivir.
Muchas son las grietas en ese razonamiento. La libertad efectiva (mejor que "positiva") de todos mediante la participación en el poder no implica una concepción del Bien común más de lo que lo haga cualquier decisión legislativa, de gobierno o judicial, tomada por "representantes", ministros o jueces togados. Como ya se ha dicho, nunca puede ejercerse, por ejemplo, un sistema de derecho que sea completamente (o esencialmente) Wertfrei, neutro en cuanto a valores. El reconocimiento de una esfera libre de "actividad privada" -cualesquiera que sean sus límites- procede asimismo de la afirmación de un valor sustantivo y que pretende tener validez universal: es bueno para todos que los individuos se muevan libremente dentro de la esfera de la actividad privada reconocida y garantizada por la ley. La delimitación de estas esferas, el contenido de las eventuales sanciones en caso de ser transgredidas por otras, debe necesariamente recurrir a algo distinto que una concepción formal de la ley, como sería fácil demostrar a propósito de cualquier sistema de derecho positivo (para poner un ejemplo, es imposible establecer una graduación de la gravedad de los delitos y de las penas sin establecer un "parangón" entre el valor de la vida, de la libertad -la prisión-, el dinero, etc.).
Implícita en la argumentación de Berlin hay otra confusión: entre el Bien común y la felicidad. El fin de la política no es la felicidad, que solamente puede ser un asuntos privado(15), es la libertad y la autonomía individual y colectiva. Pero no puede ser solamente la autonomía, porque entonces se recaería de nuevo en el formalismo kantiano y bajo todas las legítimas críticas de las que ha sido objeto desde su origen. Como he dicho en otro lugar(16), queremos la libertad al mismo tiempo por sí misma y para hacer alguna cosa, para poder hacer cosas. Y bien, una inmensa parte de esas cosas no estamos en condiciones de hacerlas solos, o bien dependen fuertemente de la institución global de la sociedad, y, generalmente, las dos circunstancias se verifican simultáneamente. Eso implica necesariamente una concepción, aunque sea mínima, del Bien común.
Es cierto, como he recordado al comienzo del texto, que Berlin no ha creado esta confusión, limitándose a compartirla. Ella proviene de lejos, y es tanto más necesario disiparla. La distinción a restablecer es antigua (y su olvido por los teóricos modernos tiene aún menos excusa). Se trata de la distinción entre la felicidad, hecho estrictamente privado, y el Bien común (o la buena vida), impensable sin referirse al campo público y al campo público/público (el poder). Es la misma, en términos diferentes pero que enriquecen la discusión, que la distinción entre eudaimonia, la felicidad, que no es eph'hemin, no depende de nosotros, y el eu zein, el bien vivir, que, en gran parte, depende de nosotros, individual y colectivamente (ya que depende tanto de nuestros actos como de los que nos circundan, y, en un nivel a la vez más abstracto y más profundo, de las instituciones de la sociedad). Se pueden casar ambas distinciones, afirmando que la realización del bien común es la condición del buen vivir.
¿Pero qué determina o define el buen vivir? Quizá una las razones principales de la confusión que rodea la pregunta es que la filosofía ha pretendido poder dar esta determinación o definición. Esto ha ocurrido porque el papel de pensadores de la política ha sido jugado principalmente por filósofos, y éstos, por profesión, querrían determinar de una vez por todas una "felicidad" y un "bien común", y, si es posible, hacerles coincidir. En el marco del pensamiento heredado, esta determinación tenía que ser universal, válida para todo tiempo y lugar, y, al mismo tiempo, establecida de algún modo a priori. esta es la raíz del "error" de la mayor parte de los filósofos que han escrito sobre política, y del error simétrico de aquellos otros que, para evitar lo absurdo de las consecuencias de esta solución -Platon, por ejemplo, que legislaba sobre modos musicales permitidos y prohibidos para toda "buena" sociedad- se han reducido a rechazar la pregunta misma, abandonándola al libre arbitrio de cada uno. No puede haber filosofía que defina para todos qué es la felicidad, y menos aún que la quiera imponer a través de decisiones políticas. La felicidad pertenece a la esfera privada y privada/pública. No pertenece a la esfera pública/pública en cuanto tal. La democracia, como régimen de la libertad, excluye ciertamente que una "felicidad" pueda ser presentada, en sí misma o en sus "medios", como políticamente obligatoria. Se puede añadir: ninguna filosofía en ningún momento puede definir un "bien común" sustantivo, y ninguna política puede esperar para actuar a que la filosofía haya establecido semejante bien común(17).
Pero las preguntas que se plantean en la esfera pública/pública (a la legislación, al gobierno) no pueden siquiera ser discutidas sin una visión del bien común. El bien común es, al mismo tiempo, una condición de la felicidad individual y también atañe a las obras y trabajos que la sociedad -feliz o no- querría ver realizadas.
Esto no afecta sólo al régimen democrático. El análisis ontológico muestra que ninguna sociedad puede existir sin una definición, más o menos segura, de los valores sustantivos compartidos, de los bienes sociales comunes (los public goods de los economistas sólo son una parte de ellos). Estos valores representan una parte esencial de las significaciones imaginarias sociales establecidas. Definen el empuje de cada sociedad; suministran normas y criterios no formalmente instituidos (por ejemplo, los griegos distinguían entre dikaion y kalon); finalmente, sostienen el mandato institucional explícito. Un régimen político no puede ser totalmente agnóstico en cuanto a valores (o morales, o éticas). Por ejemplo, el derecho no puede hacer otra cosa que expresar una concepción común (o dominante, bien o mal aceptada) del "mínimo moral" implicado en la vida en sociedad.
Pero estos valores y esta moralidad son creación colectiva anónima y "espontánea". Pueden ser modificados bajo la influencia de una acción consciente y deliberada, pero es necesario que esta última incida sobre otros estratos del ser histórico-social, no solamente por los afectados por la acción política explícita. En todo caso, la cuestión del bien común pertenece al campo del hacer histórico-social, no al de la teoría. La concepción sustancial del bien común, en cualquier caso, es creación histórico-socíal, y, evidentemente, se encuentra tras todo derecho y todo procedimiento. Esto no conduce al simple "relativismo", cuando se vive en un régimen democrático en el que la interrogación queda abierta efectivamente y de forma permanente, lo que presupone la creación social de individuos capaces de interrogarse efectivamente. Aquí encontramos, al menos, una componente del bien común democrático, sustantivo y no relativo: la ciudad debe hacer todo lo posible para ayudar a los ciudadanos a llegar a ser efectivamente autónomos. Esa es, ante todo, una condición de su existencia en tanto que ciudad democrática: una ciudad está hecha de ciudadanos, y ciudadano es aquel que es "capaz de gobernar y de ser gobernando" (Aristóteles). Pero es también, como ya he dicho, una condición positiva del bien vivir de cada uno, dependiente de la "cualidad" de los otros. Y la realización de este objetivo -ayudar a los ciudadanos para que lleguen a ser autónomos, la paideia en la acepción más fuerte y profunda del término- es imposible sin decisiones políticas sustantivas, que, por otra parte, no pueden dejar de ser tomadas en cualquier tipo de régimen y en cualquier caso.
La democracia como régimen es, por tanto, al mismo tiempo, el régimen que intenta realizar, tanto como resulta posible, la autonomía individual y colectiva, y el bien común tal como es concebido por la colectividad considerada.
El ser humano singular reabsorbido en "su" colectividad, en la que, evidentemente, se encuentra por azar (el azar de su nacimiento en determinado lugar y determinado momento), por un lado, y por otro, este mismo ser separado de toda colectividad, contemplando la sociedad a distancia y procurando ilusoriamente considerarla al mismo tiempo como un artefacto y como un mal necesario, son dos consecuencias del mismo desconocimiento, que se pone de manifiesto en dos niveles:
como desconocimiento de lo que son el ser humano y la sociedad, de lomostrado por el análisis de la humanización del ser humano como socialización y la "encarnación"-materialización de lo social en el individuo; como desconocimiento de lo que es la política en cuanto creación ontológica en general -creación de un tipo de ser que se da explícitamente, aunque en parte, las leyes de su propia existencia y, al mismo tiempo, en cuanto proyecto de autonomía individual y colectiva.
La política democrática es, en los hechos, la actividad que intenta reducir, tanto como sea posible, el carácter contingente de nuestra existencia histórico-social en sus determinaciones sustantivas. Ni la política democrática en los hechos, ni la filosofía en la idea, pueden suprimir aquello que, desde el punto de vista del ser humano singular y de la humanidad en general, aparece como el azar radical (que Heidegger veía en parte, pero restringía extrañamente al ser humano singular, bajo el título de Geworfenheit, abandono o "estar-arrojado"), haciendo así que haya un forma de ser, que esto se manifieste como mundo, que dentro de este mundo haya una forma de vida, y en esta vida haya una especie humana, en esta especie una cierta formación histórico-social y en esta formación, en tal lugar y momento, florezca en un vientre entre millones, aparezca este pedazo de carne que berrea, y no otro. Pero ambas, política democrática y filosofía, praxis y pensamiento, pueden ayudarnos a limitar, o mejor a transformar, la parte enorme de contingencia que determina nuestra vida a través de la libre acción. Sería ilusorio afirmar que ellas ayudan a "asumir libremente" las circunstancias que no hemos escogido y que no podremos nunca escoger. El hecho mismo de que un filósofo pueda pensar y escribir que la libertad es la conciencia de la necesidad (independientemente de toda consideración sustantiva sobre el sentido de esa frase) está condicionado por una miríada no numerable de otros hechos contingentes. La simple conciencia de la mezcolanza infinita de contingencia y necesidad -de contingencia necesaria y de necesidad en último análisis contingente- que condiciona lo que somos, lo que hacemos, lo que pensamos, está bien alejada de ser libertad. Pero es condición de esta libertad, condición requerida para emprender lúcidamente las acciones que pueden conducirnos a la autonomía efectiva tanto en el plano individual como en el plano político.
Notas
(1) Ver mi texto "Pouvoir,politique,autonomie" (1988),reeditado en Le monde morcelé-Les Carrefours du labyrinthe III, París, Le Seuil, 1990, pp.117-124.
(2) Sanciones legítimas respecto al derecho positivo, no en absoluto.
(3) Para Habermas, ver su último "ThreeModels of Democracy", en Costellations, Vol. I, nºl, abril 1994, pp.1-10.
(4) Términos de la dedicatoria de la Crítica de la razón pura, Koenigsberg, 29 marzo 1781, al Freiherr Van zedlitz, ministro de estado del rey de Prusia.
(5) Ver mi "Les intellectuels et l'histoire" (1987), reeditado en Le Monde morcelé, op.cit., pp.103-111.
(6) Ver mi texto (1981), reeditado en Domaines de l'homme-Les Carrefours du labyrinthe, París, Le Seuil, 1986, pp.307-324.
(7) Términos que empleo simbólicamente (y por abuso del lenguaje). La Asamblea ateniense no ejercitaba el poder judicial y no hacía más que supervisar al "ejecutivo" en el sentido que se da a tal término (administración).
(8) Ver mi "Fait et á faire", en Autonomie et auto-trasformation de la societé, la philosophie militante de Cornelius Castoriadis, Ginebra-París, Droz, 1989, en particular pp.500-513.
(9) Aquello que en el lenguaje filosófico y constitucionalista moderno se denomina "ejecutivo", se escinde en dos: poder (o funciones) de gobierno y poder (o funciones) administrativo. El "Gobierno", en cuanto gobierno, no "ejecuta" las leyes, esencialmente actúa (gobierna) en el cuadro de las leyes. La adninistración, en la medida en que no puede ser "mecanizada" enteramente, no pude tampoco escapar a las cuestiones de interpretación, como las evocadas en el texto.
(10) Ver mi análisis de las ideas de Aristóteles sobre ese tema, en "Valeur, égalité,justice, politique: de Marx á Aristote et d'Aristote á nous" (1975), reeditado en Les Carrefours du labyrinthe, París, Le Seuil, 1978, especialmente pp 274-306.
(11) No se trata evidentemente de las intenciones "históricamente establecidas", sino de la inserción necesaria -y problemática- de toda cláusula particular en el sistema jurídico en su conjunto, que evoluciona continuamente.
(12) Ver mi texto citado en la nota 10.
(13) Desde muchos siglos antes de la Revolución francesa, la Monarquía, absoluta o "ilustrada" realizaba en la mayor parte de los países de Europa Occidental un "Estado de ley". "Aquí hay jueces en Postdam", replicaba el molinero prusiano a Federico el Grande.
(14) Poco más o menos así lo justificaba Aristóteles en La Constitución de los atenienses, XLI
(15) Ver "Racines subjetivas du projet révolutionnaire" en la primera parte (1964-65) de mi libro L'Institution imaginaire de la Societé, París, Le Seuil, 1975, pp.126-127.
(16)Ver mi texto "La polis grecque et la création de la démocratie" (1982), reeditado en Domaines de l'homme, op.cit., en particular pp.287-296.
(17) Ciertamente, sería difícil para un filósofo sostener que una sociedad en la que la filosofía es imposible valga, a sus ojos, tanto como otra en la que es practicada. Pero, a falta de una aclaración suplementaria (y larga) del contenido del término filosofía, esto no define políticamente un tipo de sociedad. Ha habido una, o, al menos, una cierta filosofía en la India y en China (por no hablar del Islam y de la Europa medieval). Pero de ahí no se deriva que una sociedad de castas o con un mandarinato equivalga políticamente a una sociedad democrática.
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