Papeles Rojos

En el socialismo, a la izquierda

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octubre 11, 2006

¿Cambiar el mundo sin tomar el poder?, Paco Fernández Buey

Publicado originalmente en Herramienta, núm. 22

Cambiar el mundo sin tomar el poder no es un libro sobre cómo cambiar el mundo en que vivimos. Y menos aún un libro sobre cómo hacerlo sin tomar el poder. Tampoco es un libro que esté específicamente dedicado a analizar lo que figura en él como subtítulo: el significado de la revolución hoy. Esta inadecuación plantea un primer problema, pues el título y subtítulo del libro suscitan en el lector expectativas que luego no se ven correspondidas por lo que John Holloway trata en sus trescientas páginas. De ahí que el libro haya provocado muchas reacciones negativas, y hasta destempladas, entre marxistas de las diferentes familias.

En realidad, lo de cambiar el mundo sin tomar el poder es una frase que resume la impresión de John Holloway sobre lo que parecen anunciar algunos de los movimientos sociales en la actualidad y, sobre todo, es una frase que expresa su propia convicción de que esto, cambiar el mundo sin tomar el poder, es lo que deberían hacer hoy en día los revolucionarios (sin revolución). Dicha convicción aparece ya en el arranque del discurso y reaparece luego como conclusión de un largo repaso crítico de lo que han sido el marxismo y el comunismo durante el último siglo y medio.

Como la frase tiene un sabor anarquista o libertario y como el objeto principal de la crítica a lo largo de trescientas páginas son algunos de los principales exponentes de los marxismos posteriores la muerte de Marx, se comprende que algunos marxistas se hayan sentido ofendidos por el hecho de que un marxista conocido y activo haya llegado a tal conclusión. De hecho, las críticas más destempladas al libro de Holloway han sido escritas por personas que le acusan de haber abandonado el marxismo, de tirar por la borda la noción misma de revolución y de haberse pasado con armas y bagajes al viejo adversario ideológico: el anarquismo.

Mi opinión es que estos críticos destemplados no leen bien el libro y que algunos de ellos se quedan simplemente con la música. Voy a intentar argumentar aquí esta opinión.

El hilo conductor del libro de Holloway es el análisis teórico-crítico del Estado y del poder. Este análisis se hace poniendo el acento en la noción de fetichismo que, fue, en efecto, una categoría central en la obra de Marx y que Holloway recupera siguiendo los pasos del Lukács de Historia y consciencia de clase. Lukács fue, efectivamente, uno de los pocos marxistas de la tercera generación que dieron al concepto de fetichismo la importancia que tenía para la crítica del capitalismo realmente existente. Holloway se apoya constantemente en el joven Lukács tanto en lo que hace a la cuestión del fetichismo como en la interpretación más general del marxismo de Marx (aunque se distancia de Lukács en otras cosas, como su noción del partido basada en la conciencia atribuida).Esta interpretación pone en acento en el carácter crítico -sobre todo crítico-, de la teoría de Marx.

A primera vista, no parece que ahí tuviera que haber muchas discrepancias a estas alturas. Pero resulta que la obra de Marx no fue sólo crítica sino también propositiva. Como mostró en su día Manuel Sacristán, una de las características de Marx es que superpuso tres nociones distintas de ciencia: ciencia como crítica; ciencia como conocimiento objetivo en el sentido anglosajón dominante en la época (de sabor un tanto positivista); y ciencia como método en una acepción muy amplia, como estilo, programa de investigación o concepción del mundo (razón por la cual el propio Marx podía repetir aquello de que a dialéctica es ciencia en el más alto sentido). O sea, que Marx fue superponiendo en su obra la crítica propiamente dicha (cuyo origen está en Feuerbach), la ciencia propiamente dicha (que es lo que creía estar haciendo al escribir El capital ) y lo que los románticos alemanes llamaban wissenschaft (que es saber del todo, saber esencial, saber de las totalidades).

El resultado de aquella superposición de nociones tenía que ser, si se me permite la expresión, "una gran ciencia", que tiene la particularidad de ser al mismo tiempo crítica de la ciencia "normal", ciencia normal (science) ella misma y superciencia totalizadora con punto de vista político-social y concepción del mundo incorporados. La superponer las tres cosas, juntándolas, Marx podía escribir con toda tranquilidad que su método, la dialéctica, o sea, el mismo método de Hegel vuelto del revés, era un escándalo y un horror para la burguesía.

Pero, obviamente, la burguesía no se escandalizó nunca por el método de Marx (a algunas burguesías en ascenso, como, por ejemplo, a la rusa incluso les resultaba atractivo eso). Se escandalizó, y es comprensible, por el punto de vista político-social de aquel pensamiento, por su intención revolucionaria, porque más acá o más allá de los desarrollos teóricos particulares del libro llamado El capital, aquello que empezaba siendo un canto histórico del industrialismo burgués (cosa que les parecía muy bien, por ejemplo, a los burgueses rusos incipientes que querían librarse del absolutismo feudal zarista) terminaba siendo un canto funerario, un acta de defunción (cosa que les parecía muy mal a los burgueses ingleses, franceses y alemanes que estaban ya consolidados como clase).

La contraprueba de que tales o cuales desarrollos teóricos del volumen primero de El capital pueden leerse como ciencia "normal", o sea, como conocimiento tendencialmente objetivo de lo que realmente pasa en el capitalismo, es muy sencilla: viene leyéndose así desde que se publicó. Lo leyeron así algunos burgueses rusos y lo siguen leyendo así en Wall Street y en no pocas universidades del centro del Imperio.

Pensando seguramente en eso, un viejo amigo mío, que se hizo cínico, me dijo una vez, hace ya algunos años, que pronto sólo quedarían marxistas en Harvard y en Tirana. Por supuesto, se equivocó; pero la broma tiene su fondo serio que enlaza con el fondo serio del libro de Holloway: si se lee lo que escribió Marx sólo como "ciencia normal" (del mismo tipo que la que hizo David Ricardo, por ejemplo), entonces se pierde su carácter revolucionario; y si se lee lo que escribió Marx sólo como "superciencia" (que es como han leído a Marx muchos materialistas dialécticos), entonces puede resultar cualquier cosa (entre otras la Tirana de Gianni Amelio en Lamerica, para entendernos rápidamente).

Es evidente que entre los "marxólogos" fríos de Wall Street, tan amigos de la ciencia normal, y los materialistas dialécticos de Moscú y asimilados, exaltadores de la superciencia dialéctica, el marxismo de Marx ha acabado convertido en una porquería. No hay más que mirar y ver. Y si se quiere alguna ayuda teórica adicional, basta con consultar al lógico ruso Alexandr Zinoviev que sabe mucho de las dos cosas, de ciencia y de porquerías. Tal vez por eso, viendo venir la cosa y curándose en salud, Marx dijo un par de veces, ya de viejo, aquello de "por lo que a mi respecta, yo no soy marxista".

También se puede decir lo mismo de otra manera menos sarcástica: entre los marxistas cientificistas a ultranza y los marxistas dialécticos a ultranza (algunos de los cuales sabían mucho de la letra de Marx) mataron, al menos temporalmente, una gran idea, la mejor idea que se pensó para los de abajo en el siglo XIX: la de juntar ciencia y revolución. Por desgracia, esas cosas pasan en la historia de las ideas. Ya antes, en los orígenes de la modernidad, entre los vaticanistas acérrimos y los luteranos exasperados se llevaron por delante lo que de liberador podía haber en un cristianismo que pudo haber sido la ideología de gente pacífica (seguidores de Erasmo) y de campesinos hartos de ser expoliados (seguidores de Münzer).

Si, por esos motivos, se descarta lo de la ciencia normal y lo de la superciencia quedaba, pues, del proyecto científico de Marx el tercer elemento, la crítica, el mismo que les quedaba, por cierto, en los orígenes de la modernidad, a los cristianos que querían ser pacíficos y justos y ecuménicos. Y aquí es donde yo creo que Holloway acierta. Empieza y termina su argumentación con lo mejor que queda del viejo marxismo: la crítica (la crítica del capitalismo y la crítica de nuestras ilusiones exageradas).

Cuando se pone lírico, al principio y al final del libro, él llama acertadamente a esto "el grito", el grito que brota de la selva Lacandona, del indigenismo y de los movimiento sociales nuevos y alternativos que expresan su disgusto ante el Imperio y la globalización neoliberal. Cuando se pone teórico, Holloway se inspira, como he dicho ya, en el joven Lukács, en algunos de los representantes de la Escuela de Frankfurt y, sobre todo, según he creído percibir, en Ernst Bloch, en el Bloch de El proyecto esperanza. A algunos marxistas, que querrían un discurso más cerrado y menos romántico sobre el poder, no les gusta eso. A mi sí. Tal vez porque comparto con Holloway al menos tres cosas:

Primera: su declaración de que lo que ha escrito "no es un libro marxista, ni neomarxista ni postmarxista" (de donde deduzco que, ya de entrada, salen sobrando los puntillismos sobre si ha abandonado el marxismo y cosas así).

Segunda: su intención de "hacer más aguda la crítica al capitalismo". Entiendo que "más aguda" quiere decir, en ese contexto, más amplia, más profunda, menos economicista y politicista, atendiendo a lo que es el poder capitalista en su acepción más global, como cultura, como forma de civilización (y en esto algo tenemos que aprender los marxistas de algunos llamados "utópicos" o "anarquistas").

Tercera: su crítica de la forma partido, y en particular de las distintas variantes de lo que ha sido el leninismo. También en esto quien dé importancia al grito y a la crítica, sea marxista o no, tiene unas cuantas cosas que aprender de la ya vieja, pero siempre nueva, objeción anarquista y libertaria (pero no sólo anarquista y libertaria: Rosa Luxemburg y Antonio Gramsci escribieron cosas que, bien leídas, siguen siendo de mucha ayuda para una crítica sensata y razonable de la forma partido, tanto en su acepción leninista como en su acepción socialdemócrata).

Y, sin embargo, aun sin entrar todavía en la cuestión de la revolución y la toma (o no) del poder, queda un asunto que Holloway ha soslayado o casi: el de la relación entre crítica y ciencia.

La crítica sola no basta. La crítica sola no aporta esperanza, ni siquiera la esperanza que brota de los desesperados (que es la única esperanza razonable). Eso Marx lo vio muy bien. Él pensaba (y creo que lo dijo así alguna vez) que para ser comunista se necesita mucha ciencia y un poco de compasión. Con el tiempo que ha pasado desde entonces, conocidos los desastres del mundo en el siglo XX, conocidas las exageraciones del cientificismo marxista y el no menos exagerado desprecio de la compasión, se podría decir tal vez que un comunista libertario del siglo XXI (un comunista de los que piensan que casi todo lo que dividió históricamente a marxistas y anarquistas ha caducado) necesitaría bastante ciencia y bastante compasión.

Pero resulta que en el actual movimiento anti-poder (quiera éste o no convertirse en contra-poder) hay, creo, suficiente compasión y menos ciencia de la que sería necesaria. Razón por la cual algunos de los pasos del libro de Holloway, que hablan precisamente de la ciencia, de su falta de objetividad, de su falta de neutralidad, de su identificación con el poder, etcétera, me parecen desacertados, demasiado concesivos para con las bobadas que una parte del postmodernismo está diciendo sobre la ciencia y su función social, demasiado pegados al pensamiento especulativo hasta cuando se discute con el pensamiento especulativo. En esto Antonio Gramsci, que no era precisamente un marxista cientificista ni economicista, y que supo denunciar en su tiempo tanto la infatuación científica como el desprecio ignorante de lo que la ciencia es, puede seguir enseñando, todavía, al menos como opción metodológica, más que Lukács (y, desde luego, más que Toni Negri o que Foucault).

Resumo lo dicho hasta aquí: en general, y discrepancias menores aparte sobre la pareja ciencia y revolución, simpatizo con la intención de Holloway.

No veo cómo compartir, en cambio, la expresión esa de cambiar el mundo sin tomar el poder que da título al libro. Y no lo veo por dos razones. La primera es que todo lo que Holloway dice al respecto en el libro es negativo o meramente declarativo de la voluntad. La segunda razón es que en el libro se acaba haciendo de la necesidad virtud, o sea, presentando como virtud lo que se argumenta como una necesidad.

Nada más empezar Holloway afirma que "no sabemos cómo cambiar el mundo", que lo que sabemos es que "no queremos tomar el poder estatal" y que "no nos queremos organizar como partido". Bien. Pero el primer saber es no-saber; el segundo saber es en realidad un querer; y el otro saber, la negativa a la forma partido, es otro querer, otro grito. La pasión tiene que ser razonada, y en eso estaremos de acuerdo marxistas y anarquistas: hay que argumentar el grito.

Más adelante, en el capítulo titulado "Más allá del poder", Holloway nos dice que "hay que romper el enlace entre revolución y toma del poder", para lo cual propone limitar la lucha a la construcción de un anti-poder, sin aspirar a ser contra-poder. Esta limitación es presentada como más radical que la tradicional lucha por crear un contra-poder. Pero en seguida la radicalidad da en un reconocimiento paradójico: por una parte se reconoce que eso es "el gran absurdo e inevitable desafío del sueño comunista" y, por otra parte y al mismo tiempo, es algo mucho más realista que la conquista del poder". Esto, dicho así, es jugar con las palabras: ¿cómo va a ser un desafío absurdo y radical el "realista" reconocimiento de que, en las condiciones actuales, no podemos plantearnos tomar el poder?

Plantear la pregunta acerca de la posibilidad de cambiar el mundo sin tomar el poder es, para Holloway, "oscilar (tambalearse, dice en la traducción castellana) al borde de un abismo de imposibilidad y locura". Y, sin embargo, nos dice, no hay alternativa a eso. Y no la hay justamente porque la revolución que se propugna ahora no es una revolución en beneficio de, sino un automovimiento que ni siquiera tiene necesidad de pensar en tomar el poder. Una revolución, dirá más adelante, sin líderes, ni héroes, en la que todos, revolucionarios ya, asumimos que lo somos en formas muy contradictorias y fetichizadas.

Finalmente, Holloway vuelve a repetir que no sabemos cómo hacer eso que se propugna y que este no-saber es propio de aquellos, como nosotros, que están históricamente perdidos porque el saber de los revolucionarios del siglo XX ha sido derrotado. Solo que, por suerte, nuestro no-saber de ahora es también el no-saber de aquellos que comprenden que no-saber es parte del proceso revolucionario.

Es curioso que Holloway, que cita varias veces al subcomandante Marcos y que declara en varios momentos sus simpatías por el movimiento zapatista (a él, precisamente, le oí la primera referencia al zapatismo cuando casi nadie, en México, sabía qué era eso, lo que dice mucho de su olfato político-moral), no se haya acordado del agudo artículo de Marcos titulado "Nuestro próximo programa". Curioso y a la vez sintomático.

El oxímoro es una figura retórica que consiste en juntar en una sola expresión dos términos considerados antagónicos, con lo que se obtiene una combinación inusitada: "silencio ensordecedor", "crecimiento negativo". Marcos lo ha usado, ha usado esa figura, para poner de relieve críticamente una de las contradicciones internas de la globalización neoliberal: el ser parcial, "globalización fragmentaria". Y, efectivamente, este uso del oxímoro puede servir para poner de manifiesto, de manera eficaz, rápida y plástica el transfondo mentiroso de la actual globalización capitalista. Es eficaz, como lo fue la sátira de Karl Kraus o el détournement de los situacionistas, para criticar la ideología del adversario y crear conciencia entre los próximos. Incluso puede ser eficaz como provocación, que es lo que sugiere idea de Marcos de que el oxímoro pueda ser (nada menos que) "nuestro próximo programa".

Sin embargo, en contextos que ya no son críticos sino propositivos y alternativos, como el que sugiere el título del libro de Holloway, el oxímoro inadvertido pierde su eficacia retórica y puede llegar incluso a tener un efecto contrario. Pues, hablando en plata ¿quién va a aceptar de buena gana, como programa, balancearse al borde del abismo siendo al mismo tiempo realista? ¿quién va a querer el comunismo del saber que no se sabe? ¿quién va a compaginar el saber de que el saber de la revolución ha sido derrotado con el no saber lo que puede ser una revolución sin poder?

Es posible que el problema principal del libro de Holloway esté precisamente en las palabras, en el cómo decir la cosa que se piensa, en cómo manifestar y transmitir las propias convicciones. Y tal vez haya un lenguaje más comprensible que este de Holloway para marxistas y anarquistas que comparten el espíritu de la resistencia con otras gentes que gritan. Probemos.

En vez de juntar el saber de que el saber de la revolución ha sido derrotado con el no saber lo que puede ser una revolución sin poder, se podría criticar la ignorancia (anticientífica) y proclamar la docta ignorancia para combatir la infatuación cientificista y el desprecio de la ciencia. Eso lo entiende todo el mundo por igual (empezando, creo, por el Lenin anterior a la revolución, por cierto).

Sobre los excesos de la forma partido y el papel nefasto del liderismo (que ha conducido, ciertamente, a nuevas formas de cesarismo y bonapartismo), tal vez bastaría con tomarse en serio una estrofa de aquel canto que seguimos cantando los unos y los otros: La Internacional; aquella estrofa que habremos repetido tantas veces sin fijarnos y que termina así: "Ni tribunos". La cantan socialistas, anarquistas y comunistas y luego adoran al líder del partido. Modesta proposición, pues: cuando la volvamos a cantar nos paramos ahí y pedimos un minuto de silencio para la reflexión: ¿qué queremos decir cuando decimos "ni tribunos"?

En cuanto a la vieja y siempre nueva cuestión del poder, después de aceptar que el estatalismo marxista ha tenido consecuencias nefastas y de mostrar que el antipoliticismo anarquista se ha convertido históricamente en otro politicismo, justo en aquellas ocasiones en que el movimiento anti-poder se encontró de frente con Leviatán (véase la crítica de Camillo Berneri a Federica Montseny en 1937), convendría, antes de decidir, volver a preguntar y preguntarnos: ¿no queremos tomar el poder o no podemos tomar el poder? ¿Qué quiere decir realismo en esas condiciones: aceptar lo que no podemos o querer lo que no podemos? Preguntado lo cual, todavía habría que seguir pensando: no hay, no ha habido (¿y puede haber?) revolución que no se haya hecho en beneficio de alguien. Las mejores de ellas han pretendido hacerse en beneficio de la mayoría pensado que en el futuro lo serían en beneficio de todos. Lo otro, lo que unos han llamado "verdaderas revoluciones" y otros "revoluciones pasivas" son, por lo que sabemos (y algo sabemos de eso), evoluciones graduales, no despreciables, desde luego, pero casi siempre intercaladas en la historia con revoluciones que se han hecho en beneficio de alguien y que acaban aprovechando a la mayoría.

Dialogando con Atilio Borón sobre esta cuestión, John Holloway ha precisado que nuestra lucha tiene que ser asimétrica con respecto a la lucha del capital y que esto significa, de hecho, pensar en nuestra lucha como antipolítica y necesariamente experimental. Comparto lo del carácter asimétrico y experimental, pero pienso que hay que discutir más el argumento en que se basa lo primero, la antipolítica. El argumento de Holloway es que "la existencia misma de lo político es un momento constitutivo de la relación del capital". Esto me parece una simplificación apresurada. Lo característico del capitalismo actual es la degradación de la política, su trivialización, su conversión en politiquería que beneficia a una minoría y que tiende a hacer apolíticos a los demás. De ahí se sigue, desde luego, una crítica radical de la política realmente existente (como mostró Maximilien Rubel, la obra de Marx era también una crítica de la política en ese sentido). Pero no tiene por qué seguirse la anti-política sin más, la anti-política permanente, la negación de toda política. Puede seguirse también otra política, otra forma de hacer política: la recuperación, en suma, de la política como ética de lo colectivo, en la que la reflexión sobre el "ni tribunos" eleve a los sujetos del grito a participantes activos en la lucha por poner el bozal a Leviatán y a Behemoth.