Papeles Rojos

En el socialismo, a la izquierda

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septiembre 12, 2006

Hungría, octubre 1956: socialismo y libertad, Pepe Gutiérrez-Álvarez

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, agosto 2006


El estalinismo, que había salido reforzado con la victoria sobre el nazismo, y que se había extendido su poder en toda Europa del Este y China (1949), parecía haber llegado un punto de no retorno, a inaugurar una nueva era “socialista” que, entre otras cosas, reafirmaba su victoria histórica contra el “viejo” socialismo revolucionario y pluralista...Era una época en la que figuras como Trotsky llegó a parecer casi una figura arqueológica tanto como lo podía ser Aníbal, que había llegado hasta las puertas de Roma para retroceder hacia una muerte trágica y aislada. Sin embargo, ya a finales de los años cuarenta algo comenzó a cambiar. Con la “desviación titoista” tuvo lugar una primera ruptura, en países como Francia o Italia, el debate sobre los campos de concentración y la represión de la disidencia ya se habían hecho estables y movilizaban a un sector cada vez mayor de la intelligentzia de la izquierda, en 1953, tras la muerte de Stalin, tuvieron lugar las revueltas obreras de Alemania del Este, tres años más tarde, el movimiento comunista se conmovía de pies a cabeza con las “revelaciones del XX Congreso del PCUS, y en Octubre de 1956 estallaba la revolución en Hungría, un país que en 1919 había vivido intensamente una repetición frustrada de la revolución de Octubre bajo la iniciativa de los consejos obreros...

Una historia qua quizás pueda parecer lejana pero cuya importancia no puede ser desmerecida, de entrada porque contribuye a comprender mucho mejor el “fracaso del socialismo”, un ideal que, al decir de los obreros polacos, había sido un buen invento pero que había sido mal aplicado. El socialismo es inherente a la libertad, y esto lo tuvieron claro los trabajadores, los estudiantes y los intelectuales obreros húngaros que en pleno fervor revolucionario descabezaron las odiosas estatuas de Stalin, momento que quedó inmortalizado en unas fotos que nos hablaban de la víspera de nuestro tiempo: de la crisis irreversible del estalinismo. Un desastre o un desvío de una revolución que podía haber sido muy diferente...

La conmoción provocada por el XX Congreso del PCUS, con el inaudito “Informe Kruschev” sobre los crímenes de Stalin, a pesar de sus contradicciones y limitaciones, sirvieron para legitimar en cierta medida el movimiento de protesta que, en el verano de 1956, afectaba en Hungría a todos los grupos sociales y en especial a estudiantes e intelectuales Las voces más numerosas reclamaban medidas urgentes para corregir el modelo socialista. Decía Bela Kovacs, el secretario del Partido de los Pequeños Propietarios liberado en abril, que nadie pensaba entonces en volver a la situación anterior a 1945. La frase probablemente fuera exagerada. En la manifestación del 56 se confundieron distintas corrientes, desde comunistas, anticomunistas, demócratas, liberales, socialdemócratas, hasta nostálgicos horthystas, y confluyeron las insatisfacciones materiales derivadas de la industrialización acelerada y la crítica al sistema de poder responsable de la anterior. El denominador común de los manifestantes radicaba en la defensa de un patriotismo independiente y soberano.

Ya en julio de 1956, Moscú, consciente del malestar existente en el partido húngaro, envió a Budapest a dos eminentes jerarcas, Mikoyan y Suslov, para arbitrar una solución. Esta no fue otra que la de hacer dimitir de la dirección al odiado Rakosi, nombrando en su lugar a E. Geröe (igualmente poco popular por su identificación con el sistema del anterior), e incorporar a la ejecutiva a Janos Kadar y otros de los llamados comunistas nacionales (que habían pertenecido a la Resistencia), representantes de una línea centrista y moderada. La nueva dirección anunció un programa con determinadas concesiones, que fueron consideradas insuficientes por la oposición. Entre las resoluciones adoptadas, estaban la de rehabilitar a las víctimas del rakosismo, celebrándose honras fúnebres en su recuerdo (el 6 de octubre tuvo lugar el funeral por Rajk), que congregaron a mucha gente; readmitir a Imre Nagy en el Partido (13 de octubre); y mejorar las relaciones diplomáticas con Yugoslavia, siguiendo el ejemplo de Moscú. En este sentido, en septiembre se firmó un protocolo de cooperación económica, y el 15 de octubre salió para Belgrado una delegación húngara encabezada por Geröe y Hegedüs -presidente del Consejo- con objeto de proseguir las negociaciones. El regreso de la delegación a Budapest coincidió con la manifestación preparada por intelectuales y estudiantes para ese día, 23 de octubre.

Los manifestantes se congregaron ante la estatua del poeta Petöfi, recitándose un poema simbólico -Talpra Magyar- que recordaba los inicios de la revolución antihabsbúrgica de 1848. El Gobierno, desconcertado e indeciso, terminó por consentir la manifestación que en un principio había prohibido. La multitud -formada por intelectuales, estudiantes, empleados, obreros, campesinos, e incluso soldados de uniforme-, que portaba banderas nacionales sin el emblema comunista, mostró después su solidaridad con el pueblo polaco en la plaza de Joseph Bern -un general polaco que luchó con los húngaros en 1848-49-. Se leyó allí el comunicado elaborado por la Unión de Escritores, que, en la misma línea reformista y moderada de las propuestas del Círculo Petöfi, pedía la reunión del Comité Central del partido y la incorporación de Imre Nagy al Gobierno. También se dio lectura al manifiesto reivindicativo de los estudiantes, más radical y mucho más aplaudido que el texto anterior. Era una carta de 16 puntos en la que, entre otras exigencias, se formulaba la necesidad de evacuación de las tropas soviéticas, la reconstitución del Gobierno bajo la dirección de Imre Nagy y la expulsión de los estalinianos, elecciones generales con sufragio universal y secreto y participación plural de partidos, derecho de huelga para los trabajadores, revisión de los tratados soviéticohúngaros, de los procesos político y económico, y rehabilitación de las víctimas del rakosismo además, por supuesto, de proclamar la solidaridad con el pueblo polaco.

A continuación, el grito de ¡Nagy al poder! se convirtió en el lema más repetido por la multitud. ¿Qué hacía entretanto el personaje cuyo nombre se invocaba con intenciones mesiánicas? Nagy no participó en la manifestación, pero se vio obligado por la tarde a dirigir unas palabras a la muchedumbre. Habló desde la sede del Parlamento con un lenguaje gubernamental, racional más que sentimental, sobre la solución de los problemas y divergencias a través de la discusión y la negociación, animando a la gente ante todo a preservar el orden constitucional y la disciplina. A la misma hora aproximadamente, el primer secretario del partido, E. Geröe, emitió un comunicado por radio en el que defendió el poder de la clase obrera y concluyó por condenar una manifestación que calificaba de nacionalista. ¿Se trató de una provocación deliberada? Lo cierto fue que el comunicado del secretario decepcionó profundamente a los manifestantes, ya raíz del mismo los acontecimientos se precipitaron en una espiral de violencia, en el edificio de la Radio, en la sede del periódico oficial del partido, y en otros barrios de la ciudad. La AVH protegió los puntos neurálgicos de la población, pero la calle fue tomada por los insurgentes.

Los límites de la solución Nagy

Llegó un momento en el que la situación para el Gobierno era en extremo difícil, ya que carecía de autoridad moral, no disponía de fuerzas suficientes para reprimir la insurrección, y además dudaba de su lealtad, caso de producirse un enfrentamiento popular. El Comité Central del partido, reunido urgentemente en la noche del 23 a124, adoptó dos decisiones trascendentales: nombrar a Imre Nagy presidente del Consejo de Ministros, y solicitar la ayuda de las tropas soviéticas para restablecer el orden. En relación al segundo acuerdo, se hizo creer que la petición de ayuda soviética fue refrendada por Nagy, pero –presume, François Fejtö, el más reconocido historiador de esta época, basándose en diversos testimonios- semejante imputación podía formar parte de una maniobra política para desprestigiar y aislar al personaje, haciéndole responsable de la invasión. De partida, parece difícil que Nagy mediara en una decisión cuando aún no había tenido prácticamente tiempo de tomar posesión del cargo, si se tiene en cuenta que los tanques soviéticos aparecieron en las calles de la capital en las primeras horas del día 24 de octubre. El asunto, no obstante, permanece oscuro, aunque quizás los húngaros de hoy lo conozcan mejor. En efecto, el The Budapest Post comunicaba en febrero de 1993 la publicación de dos libros, El expediente Yeltsin y Las páginas que faltaban, con documentos de origen soviético sobre la revolución de 1956, que Boris Yeltsin había regalado durante su visita a Budapest en noviembre de 1992 al presidente húngaro Arpad Göncz.

Cuando fue interrogado por un periodista del citado semanario, el presidente del Consejo de Ministros húngaro el 23 de octubre de 1956, Andras Hegedüs, declaró su satisfacción por la entrega de estos documentos, y, aunque aún no los había leído, no dudaba de su interés para explicar su propia actuación en aquellos dramáticos días, señalando al respecto que él no actuó solo y que lo hizo por sentido de responsabilidad política. Los documentos parecen revelar que la carta de los dirigentes húngaros pidiendo la intervención armada soviética fue firmada después del 23 de octubre, y fue utilizada sólo más tarde para justificar la invasión de cara a la comunidad internacional. En todo caso, lo que está claro es que los dirigentes húngaros se comportaron entonces de manera muy distinta a como lo habían hecho sus homónimos polacos. En lugar de hacer causa común con el pueblo, llamaron a las tropas soviéticas, comprometiendo en alto grado a Nagy, cuya presidencia se verá inmediatamente hipotecada por la invasión militar. De poco servirá que el día 25 Mikoyan y Suslov sustituyan a Geröe por Janos Kadar en el cargo de primer secretario del partido, y que autoricen -¿era sincera la autorización? - días más tarde a Nagy ya! nuevo equipo a ensayar la vía nacional hacia el socialismo, dándoles las mismas concesiones que a la Polonia de Gomulka. Tres factores neutralizarán esta solución: la radicalización de la insurrección en la capital, como consecuencia del luctuoso suceso ante el Parlamento el 25 de octubre, a resultas del cual murieron varios centenares de personas; la extensión del movimiento a provincias, particularmente a las occidentales; y, finalmente, el desacuerdo creciente entre Nagy y el grupo “centrista” de Janos Kadar.

La hora de los comités y consejos obreros

Los trabajadores se pusieron en pie y la huelga general empezó espontáneamente en Budapest el día 24 tras la intervención militar, y en los días siguientes se propagó al resto del país. En casi todas las ciudades y pueblos de Hungría se constituyeron, a veces de modo violento pero las más de forma pacífica, comités y consejos revolucionarios que asumieron el poder llevados por un irresistible espíritu de antiautoritarismo (Feher-Heller). Fueron capaces de implantar una libertad de prensa, que permitió publicar y emitir toda clase de propaganda, salvo la de los nazis húngaros, cuyo periódico Aurora fue vetado. Entre estas instituciones, surgidas de modo espontáneo, sobresalieron los Consejos Obreros, elegidos en el plazo de sólo dos días (26-28 de octubre) en todas las fábricas del país. El día 31 de octubre se reunió en Budapest un Parlamento de los Consejos Obreros, en el que estuvieron presentes delegados de las fábricas más importantes del país, que aprobó una declaración de los derechos y deberes de los nuevos organismos. Aquella carta transformaba radicalmente la organización de la fábrica impuesta por el régimen rakosista. En la misma se afirmaba, en efecto, que la fábrica pertenecía a los trabajadores, y que su control estaría en manos de un Consejo Obrero elegido democráticamente por éstos.

No obstante, la acción revolucionaria de los Consejos y Comités no iba contra el Estado, sino contra la forma totalitaria del Estado y su sumisión a la Unión Soviética. La aceptación del Gobierno Nagy por parte de las instituciones revolucionarias quedó condicionada al grado de cumplimiento que aquel hiciera respecto a sus aspiraciones nacionales y sociales. De todas partes llegaban a Budapest delegados con las reclamaciones de los Comités y Consejos Obreros para ser discutidas con Nagy, quien se encontraba en aquellos primeros días en una posición algo rezagada respecto a la presión popular, pero también algo adelantada respecto al resto del equipo dirigente. Pero también es cierto que el programa aprobado por el Consejo Obrero y el Parlamento de estudiantes de Miskolc alcanzó un cierto carácter representativo. Se pedía en él la formación de un gobierno provisional, democrático, soberano e independiente, con exclusión total de los rakosistas, y fundamentado en el Partido Comunista Húngaro y en el Frente Popular; elecciones generales, libres, y con participación plural de partidos; retirada inmediata de las tropas soviéticas; reconocimiento de las reivindicaciones formuladas por los Consejos Obreros y Parlamentos de estudiantes de todo el país; abolición de la policía de seguridad del Estado (AVH), y reorganización de las fuerzas armadas (milicia y ejército regular); en fin, la amnistía completa para los patriotas que habían participado en la revolución.

En esta situación, el proceso de constitución de los nuevos órganos de representación alcanzó en los últimos días de octubre un ritmo muy vivo. En los pueblos, en las fábricas, en los sectores profesionales y de servicios, en los cuadros de la administración, hasta en las fuerzas militares (Comité revolucionario de la Defensa Nacional, formado el día 29 por el general Bela Kiraly y el coronel Pal Maleter), por todas partes surgieron de modo espontáneo Consejos y Comités. Con estas nuevas instituciones, la revolución se encaminaba hacia una forma de Estado que garantizara el libre desarrollo del pueblo húngaro, decía Radio Miskolc el 30 de octubre; hacia una Hungría libre, independiente, democrática y socialista, emitía por su parte Radio Budapest el mismo día.

Semejante propuestas, aunque finalmente fueron plenamente asumidos por Nagy, no los compartieron, sin embargo, ni el Kremlin, ni aquellos húngaros partidarios de un nacionalismo radical, antisemita y conservador , que dominaban en el Consejo Nacional Transdanubiano, de Györ, y en Budapest giraban en torno a Jozsef Dudas, militar y editor del periódico Hungría Independiente. En esta línea, el papel desarrollado por Radio Europa (que se emitía en húngaro desde Munich por refugiados al servicio de la CIA, y era muy oída en Hungría, en particular en su parte occidental) fue en alto grado desestabilizador al concentrar sus acusaciones en los que denominaba estalinistas ocultos, y en especial en Imre Nagy, a quien presentaban como un traidor y un asesino del pueblo (27 de octubre).

Aquí entra la poderosa Iglesia católica, y en su emisión del 31 de octubre, Radio Europa Libre se refería al cardenal Jozsef Mindszenty como el más legítimo jefe del movimiento nacionalista húngaro. El mencionado cardenal acababa de ser liberado por Nagy, que esperó alcanzar del primado de la Iglesia católica el mismo apoyo hacia el gobierno de unidad nacional que ya había acordado con los jefes de las comunidades calvinista, luterana y judía. En sus Memorias, el cardenal señala que, después de su famosa alocución radiofónica del día 3 de noviembre, fue felicitado por Zoltan Tildy por la gran ayuda que acababa de prestar con mis palabras al nuevo Gobierno nacional. Sin embargo, ni una sola voz de aliento y simpatía hacia Nagy pronunció expresamente Mindszenty en aquel discurso. Cierto, hizo algunos llamamientos en la misma línea que el Gobierno, como la petición de la vuelta al trabajo, la aprobación de la neutralidad y la condena de las venganzas privadas.

Sin embargo, estos contenidos quedaban muy diluidos en el conjunto de un mensaje donde también se negaba legitimidad al Gobierno democrático de 1945; se pedían elecciones bajo control internacional, situándose el primado al margen de los partidos y por encima de ellos; se defendía el derecho de propiedad equitativamente limitado por los intereses sociales, y la preocupación por preciadas instituciones con un gran pasado, concluyendo el cardenal con la petición del restablecimiento inmediato de la libertad de enseñanza religiosa, así como la restitución de las instituciones y asociaciones de la Iglesia católica, incluida su prensa. El primado habló, en definitiva, sin tener en cuenta que durante su encierro se habían firmado en 1950 unos acuerdos que regulaban las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pocos días más tarde, sin embargo, en la primera entrevista que concedió a los periodistas en la embajada de EE.UU. donde se refugió, Mindszenty declaró que Sólo el Gobierno de Imre Nagy es el legal húngaro. Kadar ha sido impuesto por el extranjero. Rechazo su Gobierno como ilegal.

En el momento en que en 1955 Nagy cayó en desgracia, preparó unos “Memorandums” para el Comité Central y para Andropov, entonces embajador de la Unión Soviética en Hungría, con objeto de justificar su actuación anterior. Las ideas reformistas que allí se defendían alertaron a sus adversarios estalinistas, que vieron la amenaza que aquéllas representaban para el sistema de partido único, tal vez en mayor medida que el propio autor. Nagy se refería, en efecto, a un régimen de democracia popular que tuviera en cuenta los ideales de la clase obrera, en el cual la vida pública se basaría en fundamentos éticos, y en los cuatro principios políticos siguientes: la separación de los poderes del Estado y del partido; la reorganización de la administración del Estado con un criterio descentralizador; la potenciación del Parlamento y del Gobierno, con menoscabo del poder del partido; y, finalmente, la reorganización del Frente Popular en la línea que apuntó en 1954. No menos heterodoxo se manifestó Nagy en política exterior: Nuestro país -decía debe evitar la participación activa en el conflicto entre bloques.

Dichos Memorandums encerraban toda una teoría política que Nagy aplicará hasta sus últimas consecuencias cuando opte abiertamente por la Hungría real. Según Feher y Heller, Nagy había firmado la solicitud de ayuda al ejército soviético, y su primer comunicado al país (24 de octubre), aunque sin incurrir en las amenazas pronunciadas por Geröe y Kadar, calificaba a los trágicos sucesos de contrarrevolucionarios. Muy probablemente fuera esa la reacción instintiva de un viejo bolchevique con casi cuarenta años de militancia. Pero a partir de entonces, Imre Nagy decidió frenar desde el poder la solución estalinista de aplastar violentamente el movimiento, legitimando su gobierno en la manifestación del 23 de octubre (base de la nueva situación, dirá Kadar el 1 de noviembre), que había acabado con el sistema impuesto y legalizado en la Constitución de 1949. Así pues, la composición del Gobierno del 26 de octubre demostró el afán que todavía animaba a Nagy de apaciguar a los insurgentes sin intranquilizar al Kremlin. Así, aunque excluyó a algunos rakosistas, mantuvo a otros en puestos clave de la administración e hizo entrar en el gabinete a personalidades de destacada significación, como a los comunistas F. Münnich y G. Lukács, ya algunos de los líderes de la política anterior a 1948, como Z. Tildy, Bela Kovacs y F. Erdei. Tal composición no presagiaba el anuncio de las reformas que se hicieron públicas en el comunicado del día siguiente. Aparte de que ya el movimiento popular dejaba de ser considerado como una contrarrevolución, el Gobierno prometía discutir las reivindicaciones elaboradas por los Comités revolucionarios y Consejos Obreros, cuya existencia era reconocida en el nuevo marco político.

A partir de esta fecha, y hasta su caída, la solidaridad de Nagy con el pueblo fue en aumento, a pesar de algunas manifestaciones de violencia indiscriminada hechas por las masas, cuyo exponente más trágico fue la masacre ante el Centro del Partido Comunista de Budapest ocurrida el 30 de octubre, en la que resultó muerto, entre otros, el nagysta Imre Mezö. Ese mismo día, Nagy reconoció lo que venía siendo un hecho desde el 23 de octubre, el final del partido Único, y anunció un Gobierno de coalición, semejante al de 1945, y el inicio de conversaciones con la Unión Soviética para la evacuación de sus tropas.

Finalmente, los últimos tanques soviéticos salieron de la capital el 31 de octubre, pero no del país, ya que -según explicaron Mikoyan y Suslov- su presencia no era un asunto bilateral entre Hungría y la URSS, sino que concernía a todos los signatarios del Pacto de Varsovia. Los pasos siguientes fueron declarar la neutralidad de Hungría, acordada por el Gobierno y la directiva del Partido el 1 de noviembre (Kadar abandonó la capital a las pocas horas con rumbo desconocido), y denunciar el Pacto. Mientras sucedían estos acontecimientos en la capital, nuevas tropas soviéticas empezaron a entrar en el país sin haber mediado en esta ocasión petición alguna por parte del Gobierno nacional. No obstante, aún quedaban dos días durante los cuales Hungría vivió el sueño de ser un país libre, independiente y neutral, pareció que se recobraba la normalidad, y los partidos políticos de 1945 comenzaron a reorganizarse .

Esta segunda invasión soviética de Hungría se vio facilitada en el contexto internacional al coincidir con la acción francobritánica contra Suez, que suscitó graves divergencias entre Washington y sus principales aliados en Europa. A pesar de las declaraciones del presidente Eisenhower en favor de la causa húngara, y de la propaganda norteamericana que sembró la esperanza en los ánimos de los revolucionarios de una ayuda de Occidente, los EE.UU. no hicieron nada más que plantear, sin mucha convicción, el problema en el Consejo de Seguridad de la ONU, y facilitar la acogida de refugiados. Los acuerdos de Yalta estaban vigentes y limitaban su esfera de acción al ser Hungría un asunto del bloque oriental. Y ninguna de las grandes potencias estaba dispuesta a correr riesgos innecesarios sometiendo a revisión el statu quo surgido de la Segunda Guerra Mundial.

Ante tales circunstancias, el inoportuno ataque anglo-francés contra Egipto a partir del 31 de octubre con el pretexto de la nacionalización del canal de Suez, proclamada por Nasser a finales de julio, esfumó las esperanzas de una ayuda occidental a Hungría al romper la unidad de los países de la OTAN, situar a la URSS y EE.UU. en el mismo bando de defensa de la paz mundial, y desacreditar en adelante cualquier manifestación prohúngara proveniente de las agresoras Gran Bretaña y Francia. La invasión militar soviética de Hungría fue también apoyada por la casi totalidad de los partidos comunistas de los países occidentales, incluyendo el PCE que acababa de diseñar su política de “reconciliación nacional”. Pero provocó una gran indignación en muchos de sus militantes, especialmente entre los intelectuales franceses que dedicaron un número extraordinario de la revista Les Temps Modernes (1956-57) a la revolución de Hungría. En él se afirmó sin ambages que octubre del 56 no fue un levantamiento de la chusma ni un motín contrarrevolucionario, sino un acontecimiento profundamente enraizado en la política estaliniana. Por entonces, grupos minoritarios pero muy activos de filiación trotskista y anarquista, ya habían desarrollado una amplia campaña de solidaridad con los consejos obreros.

De Imre Nagy a Kadar

Consciente de lo que estaba en juego, el último gobierno de coalición formado por Nagy hizo público el 3 de noviembre su firme propósito de impedir la restauración del capitalismo en Hungría, pero también de defender con el mismo ahínco las conquistas de la revolución, en particular la independencia nacional, la neutralidad y la construcción del socialismo sobre una base democrática. En aquel gabinete, los comunistas disidentes estuvieron representados por Losonczy, Maleter y el propio Nagy; los Pequeños Propietarios por Tildy, Kovacs y Szabo; los Socialdemócratas por Anne Kethly, Kelemn y Fischer; y los Nacional Campesinos (reconvertidos en Partido Petöfi) por Bibo y B. Farkas. La inclusión en el Gobierno del nombre de Kadar era totalmente ilusoria, porque para entonces ya se conocía su salida de Budapest, junto con Apro, Münnich, y otros. Pocas horas antes de formar este Gobierno, Nagy había comunicado al secretario general de la ONU la entrada de las tropas soviéticas en Hungría, y solicitó su mediación para negociar con la URSS, con la que trataba inútilmente de llegar a un acuerdo a través de su embajador, Andropov. La delegación húngara -F. Erdey, P. Maleter, I. Kovacs y M. Szücs-, que finalmente se desplazó a Tököl el 3 de noviembre para negociar con los soviéticos, fue detenida allí mismo, apenas comenzada la entrevista.

Esta segunda y definitiva invasión militar se puso en marcha, y en las primeras horas del 4 de noviembre los tanques soviéticos entraron en Budapest. Imre Nagy y algunos de sus colaboradores se refugiaron, en vano, en la embajada de Yugoslavia, mientras en el edificio del Parlamento quedó István Bibo como único representante del gobierno legítimo húngaro. A él le correspondió formular en la madrugada del día de la intervención la última declaración de que Hungría no pretendía seguir una política antisoviética sino coexistir en una comunidad de naciones libres del Este de Europa cuyo objetivo sea fundar sus vidas sobre la base de los principios de libertad, de justicia y de una sociedad libre de explotación.

Nagy concluyó con una desesperada petición de ayuda a las grandes potencias y a las Naciones Unidas en favor de la libertad del pueblo húngaro. Antes de terminar aquel día, las emisoras del este de Hungría difundieron comunicados de Münnich y de Kadar, anunciando su ruptura con Nagy y la fundación de un gobierno revolucionario obrero y campesino en la ciudad de Szolnok que, además de solicitar la ayuda soviética, incluía en su programa casi todos los puntos del Gobierno anterior, salvo lo referente a las elecciones libres, pluripartidismo y neutralidad. El 23 de noviembre de 1956 Imre Nagy y sus allegados fueron sacados de la embajada yugoslava y deportados a Rumania, no obstante haber prometido Kadar a Tito su liberación: En un proceso secreto, Nagy fue acusado de alta traición por conspiración, complicidad con los crímenes contrarrevolucionarios y abrogación del Tratado de Varsovia. El 16 de junio de 1958 fue ejecutado, junto a Pal Maleter, Jozsef Szilagyi y Miklos Gimes (Geza Losonczy había muerto ya en la cárcel). Yugoslavia volvió a protestar contra la violación de las garantías que Kadar había dado de forma solemne, y muchos intelectuales de todas las tendencias militantes socialistas y comunistas expresa ron igualmente su indignación en Europa occidental.

El régimen neoestalinista de Kadar, después de una primera etapa de brutal represión, se fue consolidando en los años siguientes. El partido -ahora llamado Socialista y Obrero- recuperó su papel de control sobre el Estado y la sociedad, y los húngaros se vieron obligados a aceptar con resignación, una ve: más en su historia, el fracaso de una revolución. Gracias a la coyuntura mundial favorable de los años sesenta, a la ayuda económica de la Unión Soviética, ya la flexibilidad introducida en el sistema de planificación, el Gobierno fue capaz de mejorar sustancialmente el nivel de vida de las gentes, sobre todo en comparación con los otros países de la Europa del Este. La estabilidad del régimen quedó asegurada por un sistema de opresión que abandonó el estalinismo más duro, y se aplicó únicamente a los que desobedecieran las órdenes del Gobierno. La divisa kadarista, según la cual quienes no están contra nosotros están con nosotros permitió ensanchar la base social del sistema, y hacer emerger un consenso basado en parte en la templanza de las fuerzas revolucionarias, y en parte en la mejora material de las masas despolitizadas. Dentro del bloque oriental, la Hungría de Kadar se convirtió en un país relativamente “liberal”, pero la crisis no se hizo esperar, y cuando la burocracia soviética hizo quiebra, el “kadarismo” tuvo los días contados.

Pero esta es ya otra historia.

septiembre 08, 2006

Contra toda certeza, Immanuel Wallerstein

Discurso de Immanuel Wallerstein al recibir el doctorado honoris causa de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 23/09/99]

El fin de las certidumbres y los intelectuales comprometidos

Señor Rector;
Honorable Consejo Universitario;
Colegas, Señores y Señoras:

Hace dos años esta Universidad le otorgó un doctorado honoris causa al distinguido historiador, Enrique Semo Calev. En aquella ocasión el Rector lo elogió como un intelectual comprometido. Hoy quiero hacer unas reflexiones sobre lo que sería un intelectual comprometido dentro de una concepción de la historia que insiste en el fin de las certidumbres.

«El fin de las certidumbres» es el título de un libro reciente de Ilya Prigogine. En el mismo, Prigogine describe el trastorno epistemológico en el pensamiento de muchos físicos y otros científicos. Ellos consideran que la base metafísica de la física moderna desde Newton y Descartes - el determinismo, las evoluciones lineares, la reversibilidad del tiempo - nos han llevado por mal camino, y que esta concepción del universo no es aplicable más que a unas pocas situaciones muy restringidas y particulares. Piensan que lo esencial de la realidad es que el universo está lleno de incertidumbres, y, por lo tanto, de posibilidades inmensas de creatividad. Prigogine y sus colegas ponen en el centro de sus análisis la flecha de la historia donde existen bifurcaciones sucesivas de las cuales es intrínsicamente imposible saber de antemano qué camino seguirá la flecha.

El problema para los científicos sociales es que si bien hemos conocido desde hace tiempo la flecha de la historia, la misma era todavía una flecha dirigida por el dios de la historia (o por el diablo) hacia un objetivo claro, el punto de culminación de la Historia (en mayúscula). Ser un intelectual comprometido era ser un intelectual cuyos esfuerzos y actividades intentaban acelerar - acelerar pero no construir - el tren histórico en el cual nos hallábamos todos.

Si existe verdaderamente una flecha de la historia y esta historia no tiene certeza, ¿cómo saber qué hacer para ser útil social e históricamente? El dilema se presenta hoy con mucha angustia y mucha urgencia para los intelectuales comprometidos en todas partes del mundo.

Lo que pareciera deprimente a primera vista es en realidad algo que nos permite tener esperanzas, y aún más, aspiraciones y ambiciones. Veamos. Con las teorías anticuadas de la era de la Revolución francesa - 1789 a 1989 - fuimos obligados a elegir entre un individualismo de intelectual libre (y según cabe suponer, moralmente recto) de un lado y una sumisión a una partidocracia jerarquizada (y, según cabe suponer, representativa de las masas) del otro lado. Estas opciones eran imposibles y derrumbaron a muchas generaciones de intelectuales. Se ha hablado del «Dios que ha fracasado». Pero lo que realmente fracasó fue ante todo los análisis tanto de los intellectuales como de las partidocracias.

En el largo período histórico en que el liberalismo triunfante reinó como geocultura del sistema-mundo moderno - que en mi opinión fue el período entre 1848 y 1968 - la izquierda mundial (en sus versiones múltiples de social-democracia, comunismo, y movimientos de liberación nacional) fue reducida sistemáticamente a una encarnación alternativa del liberalismo, un liberalismo avanzado y un poco impaciente, pero no obstante un liberalismo. El planteamiento esencial de la Vieja Izquierda, incluyendo el leninismo, fue: "prometemos que, cuando tomemos el poder del estado, cambiaremos el mundo". Pero cuando lograron llegar al poder, las organizaciones de la Vieja Izquierda se dieron cuenta por primera vez de cuán limitado es el espacio de poder retenido por los estados al seno del sistema-mundo capitalista. Y, en ese momento, inevitablemente, los movimientos/partidos comenzaron a pedir paciencia a sus seguidores y a las masas que dijeron representar, sosteniendo que, si no el presente, al menos el futuro será encantado. Elaboré todo esto en mi libro, Después del liberalismo.

Con el paso del tiempo, vinieron las desilusiones. Fue ocurriendo poco a poco, durante las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, hasta que las desilusiones acabaron imponiéndose en todas partes del mundo. Y con la generalización de las desilusiones se instala el ambiente deprimido y pesimista que vivimos actualmente. Pero la situación histórica a la cual hacemos frente no es una situación de una derrota absoluta de la izquierda mundial. El colapso de la Vieja Izquierda crea dificuldades tanto para las elites privilegiadas del sistema-mundo como para las fuerzas progresistas. Los movimientos en poder predicaban la paciencia y la esperanza en un futuro luminoso. Esta fórmula de paciencia y esperanza fue destinada al fracaso, cuando las masas se daban cuenta de la complicidad tácita de los movimientos antisistémicos con el sistema-mundo capitalista, y de sus multiples errores y corrupción.

Pero, si las masas ya no creen que el futuro sea luminoso, ¿están preparadas para ser pacientes? Esto me parece muy dudososo. En efecto, vivimos hoy - de Los Angeles a México, de Sarajevo a Pristina, de Kinshasa a Freetown - la impaciencia total de las poblaciones. Tal vez no sepan qué hacer ni qué sería lo más útil, pero sí saben que el sistema-mundo actual no los beneficia.

Al mismo tiempo, tres curvas de larga duración de la economía-mundo capitalista han llegado a un punto que amenazan la acumulación incesante de capital, y, con esto, a la raison d'être del capitalismo histórico. Las tres curvas son fáciles de presentar. Aunque es imposible de elaborarlas aquí, las mencionaré a continuación: la desruralización del mundo que produce un incremento en la cuota salarial; la destrucción ecológica del mundo que hace subir el precio de los inputs en la producción; y la democratización del mundo que eleva las tazas de impuestos por medio de las cuales los gobiernos buscan satisfacer las reinvindicaciones populares para la educación, la salud, y los ingresos mínimos de sobrevivencia. Por tanto, la restricción de ganancias a escala mundial y a largo plazo, combinado paradójicalmente (al menos al parecer) con el colapso de los movimientos de la Vieja Izquierda, nos han llevado a una crisis estructural de nuestro sistema-mundo. Vivimos el período de transición hacia un nuevo sistema.

Hay tres aspectos que podemos señalar de un período de transición. Primero, será largo, tal vez cincuenta años. Segundo, será caótico, y por tanto, no sólo desagradable sino horrible. Y tercero, su resultado será ultra-incierto. Podríamos llegar a un nuevo sistema mucho mejor, o a uno mucho peor, o a otro de un carácter no muy diferente. No podemos predecirlo, pero sí podemos influenciarlo.

Es dentro de este contexto de transición sistémica que podemos volver al tema del papel de los intelectuales comprometidos. Un período de transición sistémico es un período dominado por la confusión y el miedo. El rol principal de los intelectuales es contribuir a reducir la confusión, aún, y sobretodo, entre los activistas comprometidos con una transformación progresista. De esa forma, se contribuye a reducir el miedo y sus reflejos impulsivos. Sin embargo, esto no es fácil de lograr porque los intelectuales comprometidos comparten con los activistas la confusión y el miedo. Los intelectuales no están exentos de las condiciones humanas que vive el resto de la gente. Por consiguiente, se requiere de una larga conversación y discusión a nivel mundial entre los intelectuales y los activistas, sobre cómo imaginar una estructura social que sea fundamentalmente diferente de la actual, una estructura que sea relativamente democrática y relativamente igualitaria.

Debemos recordar que en este período histórico las estructuras organizativas de lucha ya no existen o al menos no están bien constituidas. En este contexto, será mucho más difícil para las fuerzas progresistas, que provienen de múltiples condiciones, memorias diferenciadas y problemáticas distintas, crear las alianzas entre ellas para combatir a las fuerzas privilegiadas que tienen a su disposición poder, dinero, y (no olvidemos) mucha inteligencia. El papel de los intelectuales comprometidos requiere de mucha invención y creatividad. No podemos encontrar las respuestas a este reto leyendo a Gramsci u otra figura idealizada.

Debemos inventarnos un nuevo sistema histórico sin estar seguros de salir victoriosos. Debemos hacerlo porque existe la oportunidad de reinventar el mundo, pero repito, sin la certeza de que vayamos a triunfar.

septiembre 03, 2006

El futuro de Cuba. Entrevista a Rafael Hernández

Mauricio Vicent entrevista a Rafael Hernández, director de "Temas"
EL PAÍS 03-09-2006


El futuro de Cuba

"Un nuevo Gobierno en Cuba deberá mantener el consenso"

Hace 10 años Rafael Hernández (La Habana, 1948) dirigía las investigaciones sobre EE UU en el Centro de Estudios de América (CEA). En aquel momento, el CEA, adscrito al Comité Central del Partido Comunista, era reconocido dentro y fuera de Cuba por el rigor científico de sus trabajos y la audacia de sus propuestas, que incluían repensar el socialismo cubano para hacerlo más democrático y viable en lo económico. En 1996, el centro fue acusado de dedicar "demasiado" tiempo a los problemas de Cuba y proyectar una posición "alternativa" a la del Gobierno. Durante meses, Hernández y sus compañeros se enfrentaron a una comisión del Comité Central defendiendo su derecho a expresar posiciones divergentes dentro de la revolución. Finalmente, el CEA quedó desmantelado, pero ninguno de ellos fue sancionado. Desde entonces, Hernández dirige la revista Temas, uno de los pocos espacios de debate en la isla. Es miembro del Partido Comunista.

Pregunta. ¿Qué responsabilidad tiene EE UU en la radicalización política de Cuba?

Respuesta. EE UU siempre ha tenido un peso en la historia de Cuba, y en estos últimos 40 años ese factor ha sido determinante. La revolución tenía su camino, pero la velocidad y el ritmo de esa radicalización, el punto que alcanzó, es inseparable del conflicto con EE UU. Por ejemplo, Cuba no tenía por qué haber quedado aislada en el hemisferio. Las relaciones con los revolucionarios de América Latina no debieron convertirse en los años sesenta en la única opción, pero no quedó más remedio. Cuando Cuba pudo tener relaciones no sólo con los movimientos armados, demostró que podía convivir con el resto del hemisferio.

P. ¿Qué consecuencias tendrá el recrudecimiento de la presión norteamericana en los momentos que está viviendo su país?

R. El efecto es contraproducente. Todas las presiones externas, no sólo sobre el Gobierno, sino sobre la forma de pensar de la gente, sobre el nacionalismo cubano, que va más allá del Gobierno, tienden a hacer más extrema la expresión de ese nacionalismo. Y esto sin duda afecta los espacios que podrían desarrollarse, porque es parte de los intereses del pueblo cubano que se desarrolle un socialismo más democrático, que haya más libertad de expresión, etcétera.

P. ¿Se corre el riesgo de repetir los errores del inicio de la revolución?

R. EE UU nunca han sabido cómo lidiar con el nacionalismo cubano. Para ellos, el único modo de negociar con Raúl sería si aceptara los planes norteamericanos de transición para Cuba, y eso es totalmente inviable. El Gobierno cubano que asumiera eso perdería completamente el prestigio ante el pueblo.

P. ¿Con la enfermedad de Fidel, se recupere o no, comienza una nueva etapa en Cuba?

R. Sí. Pero hay que tener en cuenta que los cambios en la gente y en la sociedad cubana empezaron en los noventa. Un Gobierno presidido por Raúl o por cualquier otro va a tener que seguir lidiando con ese proceso, que brota desde abajo. Las políticas tienen un impacto en la sociedad civil y es ésta la que ha estado cambiando y seguirá cambiando.

P. ¿Las políticas oficiales no han ido siempre por detrás de los cambios en la sociedad?

R. Hay medidas que podían haberse tomado antes y otras que no se han tomado todavía. No es un proceso concluido; sin embargo, creo que el factor desestabilizador que representa EE UU y el fantasma de lo que ocurrió en las transiciones de Europa del Este inciden sobre la dirigencia política cubana, y eso es algo que hay que entender.

P. ¿Un gobierno sin Fidel tendrá que articular un nuevo consenso?

R. Lo ha dicho el propio Raúl: el consenso con que ha contado Fidel, por su prestigio personal y como resultado de su posición al frente de la revolución, es algo con lo que no puede contar automáticamente quien le suceda. Las instituciones tienen que facilitar y fortalecer el consenso, que se estrechó como resultado de la crisis y también por la percepción popular de que no hay todavía suficientes medidas políticas como para avanzar y elevar el nivel de vida de la gente. Pero eso lo sabe el Gobierno.

P. ¿La revolución cubana puede sobrevivir a medio plazo sin una apertura económica y sin abrir espacios políticos?

R. Los economistas con los que hablo coinciden en que las reformas económicas están interrumpidas y en que se requieren cambios. Al mismo tiempo, la sociedad cubana ha ido conquistando espacios de debate, como la misma revista Temas; yo creo en la importancia de que estos espacios se expandan y pueda desarrollarse cada vez más un proceso de expresión de ideas diferentes dentro de la revolución.

P. ¿Ve posibilidad de que se produzcan cambios?

R. Se van a ir produciendo cambios, con mayor o menor gradualidad, porque son imprescindibles para el desarrollo de la sociedad. No creo que pueda haber un desarrollo social efectivo sin una mayor democracia popular, si no se avanza en el sentido de una serie de cambios que es necesario hacer. Yo estoy de acuerdo en que esos cambios los haga el PCC, en la medida en que asuma de hecho la tarea inmensa de ser el partido de la nación cubana.

P. ¿Cómo debería ser este socialismo democrático del que habla?

R. No me hago idea de un modelo determinado. Creo en una democracia socialista donde la gente de abajo pueda intervenir en las decisiones y controlarlas.

P. ¿Y ahora puede?

R. En menor medida de lo que se debería.