Papeles Rojos

En el socialismo, a la izquierda

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octubre 29, 2006

Por un marxismo libre de beatos, Fernando Claudín

Cuadernos de Ruedo ibérico
número 3
páginas 49-57
París, octubre-noviembre 1965


La tarea de Engels en el Anti-Dühring» y nuestra tarea hoy,
Fernando Claudín

«... la tarea de liberar al marxismo de la dogmática y clerical lectura de sus clásicos es tan urgente como para arrostrar por ella cualquier riesgo».
M. Sacristán. La tarea de Engels en el Anti-Dühring.


La nueva edición del Anti-Dühring,{1} traducido y presentado por el profesor de filosofía de la Universidad de Barcelona Manuel Sacristán Luzón, merece un comentario. Primero, por la significación intrínseca del libro: el Anti-Dühring constituye el único intento de los fundadores del marxismo de compendiar su teoría; de hecho, es el primer «manual» de la concepción marxista del mundo, de sus fundamentos materialistas y dialécticos. Y las anteriores ediciones en lengua española son prácticamente inasequibles. En segundo lugar, porque el texto escrito por Sacristán para esta edición –La tarea de Engels en el Anti-Dühring{*}– no es una mera presentación formularia. Estamos ante una valoración crítica del libro de Engels, que contribuye a situarlo en el contexto de las actuales discusiones sobre la filosofía marxista. Engels escribió el Anti-Dühring en los años 1876-1878. El capitalismo atravesaba entonces una fase de transición. En los países desarrollados la libre concurrencia tocaba a su fin y se iniciaba el paso a la fase monopolista-imperialista. Después de su victoria en la guerra francoprusiana y de la unificación política del país, Alemania vivía un rápido auge del capitalismo. Simultáneamente se formaba allí el más poderoso partido socialista de Europa inspirado en el marxismo. Pero una serie de circunstancias engendraban, al mismo tiempo, en la clase obrera fuertes ilusiones y tendencias reformistas. Estaba reciente el aplastamiento del primer intento de revolución proletaria en el continente, la Comuna de París. La gran mayoría de la clase obrera alemana era muy reciente, integrada por el aluvión de masas campesinas desarraigadas por la transformación capitalista de la agricultura. Y esta clase obrera joven se beneficiaba parcialmente del rápido desarrollo capitalista. De momento, la perspectiva revolucionaria perdía aliciente para ella, mientras que la mejora inmediata adquiría consistencia. Unido a otros factores de tipo cultural, esto contribuye a explicar que los mediocres escritos del pretencioso profesor Dühring, mezcla ecléctica de idealismo y materialismo vulgar, de positivismo y socialismo moralizante, influyeran en núcleos de cierta importancia del movimiento obrero alemán. Combatir esta influencia es la motivación inicial de la crítica de Engels a Dühring, en la que Marx participó muy directamente, ayudando a su íntimo colaborador en la selección del material, leyendo todo el manuscrito y escribiendo él mismo uno de los capítulos económicos («De la historia crítica»). Pero la obra, una vez escrita, resultó tener una significación más amplia, que tal vez no entraba en los propósitos iniciales de Marx y Engels. El Anti-Dühring era, de hecho, una exposición compilatoria, sistematizada, de la teoría marxista. Años más tarde Engels anotaba que «el lado fastidioso, inevitable en la polémica con un adversario insignificante, no impidió que cumpliera su papel este intento de ofrecer un bosquejo enciclopédico de nuestra comprensión de los problemas filosóficos, científicos e históricos».{2}

Medio siglo después el «bosquejo» fue elevado por los epígonos de los clásicos del marxismo [50] a la categoría de «auténtica enciclopedia del marxismo», y hasta fecha muy reciente lo sigue calificando así «cierta inveterada beatería» –para decirlo con palabras de Sacristán. En opinión de éste se trata de un «modesto manual de divulgación».{3} «Pero a pesar de esto –o quizá precisamente por eso– su importancia fue grande para todo el movimiento obrero». Importancia de signo no sólo positivo sino también, en ciertos aspectos, negativo, porque Engels no podía escapar «a los riesgos de inmadurez que conlleva el compendiar algo naciente». Y si esta «inmadurez» no era un peligro en sí misma, pasaba a serlo para el desarrollo ulterior del marxismo al ser dogmatizada y sacramentada por los epígonos durante el período stalinista. El breve ensayo de Sacristán, que sirve de introducción a la presente edición, es una contribución positiva a la tarea de «desacramentar» Engels, cosa que, no dudamos, éste agradecerá desde las profundidades oceánicas en que, por voluntad propia, se perdieron sus restos mortales. En esta nota tratamos de presentar lo esencial del razonamiento crítico de Sacristán, recurriendo en la medida de lo posible a sus formulaciones textuales, sin más comentario que alguna que otra observación fugaz, salvo en la parte donde se analizan las causas que determinaron la actitud dogmática y apologética hacia los clásicos del marxismo. Allí nos vemos obligados a un comentario más amplio.

Engels deja claro en el Anti-Dühring, repitiendo y ampliando formulaciones anteriores de él y de Marx, que el nuevo materialismo «ni siquiera es ya una filosofía, sino una simple concepción del mundo, que tiene que confirmarse y actuarse no en una selecta ciencia de la ciencia, sino en las ciencias reales. La filosofía es, pues, aquí, «superada», es decir, «tanto superada como conservada»: superada en cuanto a su forma, conservada en cuanto a su contenido real».{4} Sacristán considera esta formulación justa pero un tanto general, susceptible de ser interpretada diversamente a la hora de su utilización concreta. Lo que en ella queda más claro es que para Engels lo filosófico se concibe «no como un sistema superior a la ciencia, sino como un nivel del pensamiento científico: el de la inspiración del propio investigar y de la reflexión sobre la marcha y resultados...». El marxismo rechaza, por tanto, todo «sistema filosófico» (en el sentido tradicional); es una concepción del mundo que no pretende más que explicitar la motivación inmanentista de la ciencia misma: «El primer principio de la concepción marxista del mundo –el materialismo– es en sustancia el enunciado, a nivel filosófico explícito, del postulado inmanentista: el mundo debe explicarse por sí mismo». Sacristán viene a decir lo mismo que ya Korsch escribió en 1923: «Todo el «materialismo» de Marx, si se formula de la manera más sucinta, es precisamente la aplicación, hasta sus últimas consecuencias, de este principio [el de la «inmanencia». FC] a la existencia socio-histórica del hombre. Y si el término de «materialismo», por lo demás excesivamente equívoco, merece todavía designar la concepción marxista es porque expresa, de la manera más clara, ese carácter «absolutamente inmanente» del pensamiento de Marx».{5} De acuerdo, en lo esencial, con esta tesis de Korsch, nos parece, sin embargo, que procede hacer una reserva: si bien el «principio de la inmanencia» no deja lugar al equívoco que arrastra el término de «materialismo», en cambio esquiva el problema esencial de la relación entre el ser y el pensamiento, cuya solución materialista o idealista separa al materialismo dialéctico del idealismo dialéctico hegeliano.{6}

Del principio materialista de la concepción marxista del mundo, Sacristán pasa al principio dialéctico, en cuyo tratamiento se manifiesta principalmente, a su juicio, la «inmadurez», tanto del Anti-Dühring como de la Dialéctica de la Naturaleza. Comienza por delimitar el lugar que la dialéctica ocupa en el pensamiento marxista, y para hacerlo «sin pagar un excesivo tributo, hoy innecesario, al origen histórico hegeliano del concepto marxista de dialéctica», emprende «un corto rodeo por el terreno de la ciencia positiva». Nos limitaremos a citar la conclusión: la ciencia positiva suministra «todos los elementos de confianza para una comprensión racional de (los «todos» concretos y complejos). Lo que no suministra es su totalidad, su consistencia concreta [...] la tarea de una dialéctica materialista consiste en recuperar lo concreto sin hacer intervenir más datos que los materialistas del análisis reductivo, sin concebir las cualidades que pierde el análisis [51] reductivo como entidades que hay que añadir a los datos, sino como resultado nuevo de la estructuración de éstos en la formación individual o concreta, en los «todos naturales». De ahí que hablar de pensamiento o análisis dialéctico tiene sentido únicamente «al nivel de la comprensión de las concreciones o totalidades, no al del análisis reductivo de la ciencia positiva. Concreción o totalidades son, en este sentido dialéctico, ante todo los individuos vivientes, y las particulares formaciones históricas, las «Situaciones concretas» de que habla Lenin, es decir, los presentes históricos totalmente delimitados, &c. Y también, en un sentido más vacío, el universo como totalidad, que no puede pensarse, como es obvio en términos de análisis científico-positivo, sino dialécticamente, sobre la base de los resultados de dicho análisis». (De lo que precede parece deducirse que Sacristán excluye del campo de la dialéctica la naturaleza, salvo en su «sentido más vacío», pero como veremos más adelante no es así.) Dado el rodeo, situado el lugar de la dialéctica en el pensamiento marxista contemporáneo, entramos de lleno en la crítica de la concepción engelsiana de la dialéctica, tal como aparece en el Anti-Dühring. Nos parece de interés reproducir integralmente los pasajes clave de esa crítica.
«No faltan en el Anti-Dühring –dice Sacristán– pasos que precisan, con mayor o menor detalle, el ámbito de relevancia de la dialéctica, el nivel al cual tiene sentido pasar del desmenuzamiento abstracto, analítico y reductivo de la realidad por la ciencia positiva al lenguaje sintético, recomponedor, propio de la concepción dialéctica y materialista del mundo» [...] «Sin embargo, aún más frecuentes son en el Anti-Dühring los ejemplos de una aplicación impropia de la dialéctica fuera de su ámbito de relevancia». La causa debemos buscarla en la influencia hegeliana, en «el hecho de que Hegel no sea sólo inspirador del pensamiento dialéctico de Engels sino, a veces, idealista dominador del mismo» (También aquí Sacristán coincide con Korsch.{7}) «[El] obligado enlace con Hegel, a causa de la profunda ambigüedad de este gran pensador, redunda frecuentemente en una injustificada invasión del terreno de la ciencia positiva, en una estéril aplicación, puramente verbal, de la dialéctica al nivel del análisis abstracto y reductivo». Para ilustrar esta aseveración Sacristán recuerda «el conocido y desgraciado ejemplo del grano de cebada» y se detiene, con algún mayor detalle, en la interpretación engelsiana del cálculo infinitesimal. Influido por Hegel, Engels toma las antinomias aún no resueltas en el cálculo infinitesimal por «pruebas» de la realidad de la contradicción en las matemáticas. El desarrollo posterior de éstas ha demostrado que se trataba de dificultades de carácter lógico, no esenciales, derivadas de la confusión de dos niveles del pensamiento. Sacristán ve en la precipitada conclusión de Engels el afán de «buscar en cada pieza del conocimiento la plena dialecticidad de la vida humana y de la naturaleza» [...] «Esto es lo que hace frecuentemente Engels –siempre que intenta penetrar dialécticamente en, las operaciones analíticas de la ciencia– y el lector marxista no debe esconderse este hecho, porque él significa un olvido del principio de la práctica, que es el principio del trabajo, al nivel intelectual. Y este olvido basta para admitir que esos desarrollos de Engels son marxismo aún no realizado, aún no del todo consciente de sí mismo» [...] «La consecuencia más grave de la relativa ausencia del principio de la práctica en el Anti-Dühring –y de la resultante y hegeliana confusión de niveles analítico (científico-positivo) y sintético (dialéctico)– es la solución idealista que Engels formula para el problema de la escisión entre concepción del mundo, o filosofar, y ciencia: «Aprendiendo a apropiarse los resultados del trimilenario desarrollo de la filosofía (la investigación empírica de la naturaleza), conseguirá [52] liberarse, por un lado, de toda independiente filosofía de la naturaleza, situada fuera y por encima de ella, y, por otro lado, de su propio limitado método de pensamiento, recibido del empirismo inglés». Es un principio básico del marxismo que ninguna escisión de la cultura –como la que existe entre el análisis reductivo científico y la síntesis filosófica– se supera por vías ideales aprendiendo, por ejemplo, a apropiarse una tradición trimilenaria –sino mediante la superación material, revolucionaria, de aquel aspecto de la división natural del trabajo que funde la escisión de que se trate. Por el procedimiento idealista de anticiparse con las ideas a la real superación de las escisiones de la vida humana, no puede conseguirse más que soluciones utópicas y, en cierto sentido formal, «reaccionarias», regresivas». Siendo eso cierto en el campo de la ciencia, y en general de la cultura, no lo es menos –añadiríamos nosotros– en el terreno de las formaciones sociales. En las sociedades socialistas existentes hasta hoy se ha recurrido con frecuencia a ese procedimiento idealista de presentar como superación de las contradicciones lo que no era más que anticipada superación ideal; se han dado por desaparecidas formas de alienación que sólo pueden eliminarse efectivamente con la extinción de las formas de división social del trabajo (y no sólo de la explotación del hombre por el hombre) que las fundan.

Por último –dice Sacristán– cuando Engels comprueba que el inadecuado tratamiento dialéctico de los temas científicos que exigen el método analítico-reductivo no le permite decir nada nuevo, con valor cognoscitivo, «se refugia en una definición de la dialéctica que es poco relevante y muy vacía, porque deja de recoger lo esencial del pensamiento dialéctico: la recuperación de las concreciones reales que el análisis reductivo de la ciencia renuncia, por sus mismos presupuestos, a recoger. (Esta recuperación de las totalidades reales es, por lo demás, el asunto serio que hay debajo de la paradoja hegeliana del «universal concreto».) Esa definición, perpetuada por los manuales, alude a uno de los campos de relevancia de la dialéctica –el universo– y aún sin sugerir que la consideración dialéctica del mismo es la que lo toma como totalidad que hay que entender sólo por principios inmanentes, como totalidad que es, ciertamente, el más vacío de todos los concretos dialécticos. La definición se encuentra en el capítulo XIII de la primera sección y dice así: «La dialéctica no es más que la ciencia de las leyes generales del movimiento y de la evolución de la naturaleza, de la sociedad humana y del pensamiento». En la sorprendente expresión «no es más que» parece reflejarse cierta perplejidad de Engels (si se tiene en cuenta su contexto en aquel capítulo), pues Engels ha tenido por fuerza que saber, aunque no lo haya realizado con claridad, que la dialéctica marxista es mucho más que eso, a saber, con las palabras de Lenin ya recordadas, «análisis concreto de la situación concreta» [Sacristán se ha referido antes a esta fórmula de Lenin, haciendo notar que el término «análisis» no tiene aquí el mismo sentido que en la ciencia positiva. F.C.], intento de comprensión de las realidades concretas con que trata el hombre, las cuales no son las ecuaciones diferenciales de la mecánica clásica, ni la ecuación de Durac, sino otros hombres, otros todos concretos y estructurados compuestos por hombres, estados concretos de la naturaleza, la resistencia y el apoyo concretos de ésta –la vida»
Creemos haber recogido los pasajes esenciales de la crítica de Sacristán a la comprensión engelsiana de la dialéctica tal como aparece en el Anti-Dühring. Podríamos resumirla así: la inmadurez de Engels en el tratamiento de la dialéctica se manifiesta, ante todo: a) en una confusión, sobre todo al nivel de la aplicación concreta, pero con incidencias en las definiciones generalizadoras, del método dialéctico con el método analítico-reductivo de la ciencia positiva; b) en un cierto olvido del criterio de la práctica, esencial al marxismo.

La crítica de Sacristán tiene, como vemos, algunos puntos de contacto con la crítica que el positivismo y el existencialismo hacen a Engels (asume, a nuestro juicio, los elementos válidos de esta crítica), pero se diferencia radicalmente de ella (y Sacristán toma la precaución de explicitar la diferencia) en aspectos esenciales:

a) Sacristán incluye la naturaleza en el campo de relevancia de la dialéctica, lo cual no podría ser –añadimos nosotros– sin la existencia de una «dialéctica objetiva» de la naturaleza, puesta al descubierto, paso a paso, por el [53] desarrollo de la ciencia positiva. Otra cosa son las profundas diferencias cualitativas de esa «dialéctica natural» con la dialéctica consciente de la sociedad y del pensamiento humanos;

b) En el problema de la relación entre filosofía y ciencia Sacristán reconoce «el carácter de inspiradora de la investigación que tiene la concepción del mundo», inspiración que «se produce constantemente todo a lo largo de la investigación, en combinación con las necesidades internas, dialéctico-formales de ésta». (Pese a esta última precisión, y debido tal vez al carácter extremadamente concentrado del razonamiento de Sacristán y a su interés en subrayar la especificidad del método analítico-reductivo, el lector de la totalidad del texto de Sacristán puede recibir la impresión de que se postula una separación radical entre el método dialéctico y el método analítico-reductivo de la ciencia positiva. En este punto compartimos la posición de los filósofos marxistas y de los científicos que subrayan la creciente interpenetración de ambos métodos, la «dialectización» progresiva de los métodos específicos de cada ciencia.{8}) Al mismo tiempo, Sacristán subraya la importancia, no menor, de mantener en todo momento «la distinción entre conocimiento positivo y concepción del mundo». El no reconocimiento del primer aspecto (el papel inspirador de la investigación que tiene la concepción del mundo) puede llevar al científico a someterse inconscientemente a la concepción del mundo vigente en su sociedad tanto más peligrosa cuanto que no reconocida como tal. El no reconocer la distinción –ahora argumentamos nosotros– puede conducir a imponer al científico –o a que éste se imponga a sí mismo– una concepción del mundo que se da por ciencia exacta. Este peligro se ha materializado en el período stalinista en la relación entre marxismo (considerado como sistema cerrado, dogmatizado, de verdades científicas) y ciencia; entre partido (sujeto de esa verdad absoluta) y ciencia. En mayor medida aún se ha concretado ese peligro en otros campos de la cultura, particularmente en el arte, y en la esfera de la política, tanto en el aspecto teórico como en la acción práctica.
Al final de su discurso Sacristán precisa: «lo único que no puede cambiar en el marxismo sin que éste se desvirtúe»: su planteamiento general materialista y dialéctico, el cual puede resumirse en un conjunto de principios bastante reducido, con los siguientes –los más generales y también más formales– en cabeza: que todo el ser es material y que sus diversos estados cualitativos –la conciencia, por ejemplo– son composiciones de la materia en movimiento; y que ese constante movimiento y cambio del ser, con su real concreción de cualidad nueva, se actúa por sí mismo, por composición dialéctica. De esos dos principios máximamente generales de la concepción marxista del mundo se desprenden dos necesidades metodológicas, que son también las más generales e inmutables del pensamiento marxista: 1ª, no admitir como datos genéticos más que los de la explicación científico-positiva, en el estadio de desarrollo en que ésta se encuentra en cada época; 2ª, recuperar a partir de ellos la concreción de las formaciones complejas y superiores, no mediante la admisión de causas extramundanas que introdujeran desde fuera en la materia las nuevas cualidades definidoras de cada formación compleja y superior, sino considerando cada una de esas formaciones, una vez dada realmente, en su actividad y movimiento, sobre todo en tres despliegues de la misma, que aunque imbricados en la realidad pueden distinguirse como intra-acción (dialecticidad interna) de la formación, re-acción de cada formación compleja sobre las instancias genéticamente previas que le descubre el análisis reductivo de la ciencia, e inter-acción, o acción recíproca de la formación con las diversas formaciones de su mismo nivel analítico reductivo. Ya esos rasgos esenciales de la concepción del mundo y del método dialéctico marxistas deben excluir toda fijación dogmática de los resultados de su concreta aplicación, puesto que ésta debe tener como punto de partida los datos analíticos de la ciencia en cada momento. Por lo demás, es claro que sólo por eso puede cumplir el marxismo la tarea que Engels mismo enuncia en el Anti-Dühring como esencial...: el llevar y mantener el socialismo en una altura científica».

Esa exigencia de rigor y apertura, que Sacristán plantea referida más concretamente a la filosofía marxista y al hacer científico de los marxistas, no es menos urgente en otros campos de la cultura, y lo es más aún, si cabe, en [54] el terreno de la teoría y la práctica políticas del movimiento revolucionario del proletariado. En primer lugar, porque probablemente es aquí donde los fenómenos de dogmatización y de pérdida de los fundamentos científicos del marxismo han llegado más lejos; en segundo lugar, porque aunque todas las partes integrantes del marxismo se interpenetran y condicionan íntimamente –lo filosófico, lo económico, lo político, &c–. es en la esfera política donde, a nuestro parecer, tienen primordialmente su origen las tendencias regresivas que, en un proceso dialéctico extremadamente complejo, han ido invadiendo todas las otras esferas del pensamiento y la práctica marxistas. Nos referiremos parcialmente a esta cuestión al examinar los párrafos de Sacristán donde toca las causas de las perjudiciales consecuencias que ha tenido para el marxismo la «inmadurez» en que lo dejaron –en ciertos aspectos– sus fundadores. Con toda la razón subraya que esas consecuencias son menos imputables a los clásicos del marxismo que a la utilización no crítica de su herencia por los sucesores. Y la raíz de esta actitud acrítica la ve «en las vicisitudes del movimiento obrero y de la construcción del socialismo en la URSS». Más concretamente desarrolla su opinión en el siguiente pasaje:

«Por regla general un clásico –por ejemplo Euclides– no es, para los hombres que cultivan su misma ciencia, más que una fuente de inspiración que define, con mayor o menor claridad, las motivaciones básicas de su pensamiento. Pero los clásicos del movimiento obrero han definido, además de unas motivaciones intelectuales básicas, los fundamentos de la práctica de aquel movimiento, sus objetivos generales. Los clásicos del marxismo son clásicos de una concepción del mundo, no de una teoría científico-positiva especial. Esto tiene como consecuencia una relación de adhesión militante entre el movimiento obrero y sus clásicos. Dada esta relación necesaria, es bastante natural que la perezosa tendencia a no ser crítico, a no preocuparse más que de la propia seguridad moral, práctica, se imponga frecuentemente en la lectura de estos clásicos, consagrando injustamente cualquier estado histórico de su teoría con la misma intangibilidad que tienen para un movimiento político-social los objetivos programáticos que lo definen. Si a esto se suma que la lucha contra el marxismo –desde fuera y desde dentro del movimiento obrero, por lo que suele llamarse «revisionismo– mezcla a su vez, por razones muy fáciles de entender, la crítica de desarrollos teóricos más o menos caducados con la traición a los objetivos del movimiento obrero, se comprende sin más por qué una lectura perezosa y dogmática de los clásicos del marxismo ha tenido hasta ahora la partida fácil. Y la partida fácil se ha convertido en partida ganada por la simultánea coincidencia de las necesidades de divulgación, –siempre simplificadora– con el estrecho aparato montado por Jdhanov y Stalin para la organización de la cultura marxista. Es probablemente justo admitir que acaso esa simplificación del marxismo fuera difícilmente evitable durante el impresionante proceso de alfabetización y de penetración de la técnica científica en la arcaica sociedad rusa de hace cincuenta años. Pero hoy, a un nivel mucho más crecido de las fuerzas productivas tanto en los países socialistas cuanto en los capitalistas, la tarea de liberar al marxismo de la dogmática y clerical lectura de sus clásicos es tan urgente como para arrostrar por ella cualquier riesgo». Este razonamiento enumera aspectos que contribuyen a elucidar el problema, y tiene el interés de señalar el papel decisivo que en él ha desempañado la forma concreta que el socialismo ha tomado en la URSS (aunque Sacristán sólo aluda a un elemento parcial). Ningún marxista puede llegar a entender los problemas que plantea el marxismo en su país sin tomar en consideración y estudiar la experiencia soviética. Pero los aspectos enumerados por Sacristán no son, a nuestro juicio, los esenciales en el problema que nos ocupa. Vayamos por partes:

1. Es indudable que la adhesión del movimiento obrero a sus clásicos tiene, y debe tener, un contenido militante. Pero un contenido militante marxista, es decir, crítico. Y ese tipo de adhesión es el que ha caracterizado, durante un largo período –desde mediados del siglo pasado hasta los primeros años de la revolución rusa– [55] al núcleo de vanguardia del movimiento obrero, que por su fidelidad a esa adhesión militante crítica era vanguardia no sólo formal sino real. Cierto que con esa adhesión crítica coexistía la que señala Sacristán, la adhesión beata, perezosa, acrítica. Esta otra actitud tiene sólidas raíces objetivas y subjetivas que no vamos a analizar ahora. Pero la primera existía y se afirmaba. Sin ella sería inexplicable lo fundamental de la historia contemporánea: la revolución rusa y sus prolongaciones posteriores. El problema, por lo tanto, consiste en explicarse por qué el tipo de adhesión beata, perezosa, acrítica, se generaliza y devora, por así decirlo –a partir de un determinado período– al tipo de adhesión crítica marxista.

2. La afirmación sobre la «intangibilidad que tienen para un movimiento político-social los objetivos programáticos que lo definen» nos parece estar en contradicción con toda la posición antidogmática de Sacristán ante la teoría marxista. Tal vez se trate simplemente de una formulación confusa. El desarrollo de la teoría marxista, respondiendo a las nuevas realidades sociales y al progreso de la ciencia, no puede por menos de incidir en los objetivos programáticos del movimiento. Así como la constante exigencia de adecuación de éstos a las nuevas realidades sociales plantea nuevos problemas a la teoría. Si hay «intangibilidad» concierne sólo a algunos principios extraordinariamente generales y reducidos, a los que ninguna tendencia del marxismo revolucionario ha renunciado nunca (la cuestión del «revisionismo» la abordamos en el punto siguiente). Los conflictos han estallado a la hora de precisar esos objetivos, su contenido y su forma, así como las vías para alcanzarlos, en las diversas fases del movimiento. Y lo que ha ocurrido a partir de un determinado período es que en nombre de la «intangibilidad» de un determinado estado de los objetivos programáticos y de la estrategia elaborada para alcanzarlos, se han condenado los desarrollos teóricos que los ponían en cuestión; o en nombre de la «intangibilidad» de la teoría en un determinado estado de su elaboración, se han condenado nuevos proyectos de objetivos programáticos y de vías estratégicas que ponían en cuestión dicho estado de la teoría. El verdadero problema estriba en dilucidar por qué, a partir de un determinado periodo, el principio de la «intangibilidad» de la teoría, o de los objetivos programáticos, o de la estrategia, ha predominado sobre el principio crítico que está en la médula del marxismo.

3. Efectivamente, la lucha contra el marxismo, desde dentro y desde fuera –concretamente, la variante «revisionista» de esa lucha– pueden generar una reacción defensiva, conservadora, dogmática, pero en realidad esto no es más que la otra cara de la adhesión perezosa, beata, acrítica. Este tipo de adhesión al marxismo se encuentra desarmado para rechazar al adversario ideológico desde posiciones realmente marxistas, es decir, en un movimiento de avance que asuma y dé respuesta satisfactoria, teórica y práctica, a las contradicciones que generan el revisionismo (puesto que éste no es el fruto de genios maléficos, a los que se pueda ahuyentar con invocaciones de los clásicos, sino la expresión ideológica de contradicciones del movimiento –contradicciones que cambian con el cambio mismo de la realidad social– aún no resueltas en el plano teórico ni superadas en la acción práctica, social y política). El marxismo canonizado no puede dar esa respuesta y recurre a otros procedimientos. Lo más grave es que los utiliza no sólo para defenderse del revisionismo o de otro adversario real del marxismo, sino contra el marxismo real que le aparece como adversario. Y para ello nada más cómodo, nada más fácil para la «inveterada beatería» que presentar al marxismo real como «revisionismo». Una vez realizada la operación ideológica y asegurada con todos los medios que proporciona el aparato del Estado o el del Partido, o ambos, se invoca la unidad teórica y de acción imprescindible en el partido revolucionario, para expulsar de su seno a la «herejía». Es decir, se invoca una necesidad real del marxismo real para cerrar el camino a éste. El verdadero problema, por lo tanto, es el de explicarse por qué, a partir de un cierto momento el revisionismo es enfrentado desde las posiciones de «cierta inveterada beatería» y no desde las posiciones del marxismo; por qué a partir de ese momento, el marxismo creador es combatido como «revisionismo».

4. La divulgación pedagógica del marxismo fue una necesidad en el pasado y, a nuestro juicio, [56] sigue siéndolo en el presente y lo será durante un futuro que hoy no es posible acotar, pese al gigantesco crecimiento de las fuerzas productivas. El nivel cultural a que el capitalismo reduce a grandes masas trabajadoras, y la exigencia de un largo plazo para salir de él una vez instaurado el socialismo, hacen necesaria esa labor divulgadora, con su inevitable aspecto de simplificación. Pero la divulgación pedagógica y simplificada del marxismo si contiene en sí el peligro de dogmatización y de un tipo de vulgarización que lo desvirtúe, no los implica forzosamente. La divulgación del marxismo puede hacerse también con un contenido problemático, abierto, crítico; puede servir para educar el espíritu crítico en las masas en lugar de embotarlo. Todo depende de los «divulgadores», más exactamente, de los dirigentes de los «divulgadores». De que éstos se sitúen en posiciones verdaderamente marxistas o de que partan de un marxismo convertido en sistema cerrado de verdades absolutas, que se trata de imponer a las masas de un país o a las masas de un partido con fines que pueden ser muy diversos. Se trata, en definitiva, de que el objetivo sea enseñar el marxismo a las masas, educarlas en el espíritu crítico revolucionario del marxismo, o sea el de manipular a las masas con el «marxismo». El verdadero problema consiste, por lo tanto, en esclarecernos por qué, a partir de un determinado período, ha predominado en la Unión Soviética y en el movimiento comunista, en general, un cierto tipo no marxista de divulgación del marxismo.

5. La cuestión del nivel de las fuerzas productivas está aludida en lo anterior, pero puede verse desde otro ángulo. En los países capitalistas desarrollados de la época de Marx y Engels dicho nivel era muy inferior al de esos mismos países hoy, y sin embargo la adhesión militante crítica se manifestaba con mayor fuerza en los núcleos marxistas de aquel período que en los partidos marxistas de los últimos treinta y tantos años. El nivel de las fuerzas productivas en la Rusia zarista era muy bajo y sin embargo fue allí donde con más fuerza se desarrolló el marxismo en su auténtico espíritu crítico y revolucionario. Si Lenin no revisa ciertas tesis de Marx tal vez no hubiera habido la victoria de la revolución socialista en Rusia. Por eso, que el nivel de las fuerzas productivas hace treinta años fuera notoriamente inferior al actual nos ayuda poco a comprender el por qué hace treinta años la adhesión militante crítica había casi desaparecido del marxismo oficial y la fidelidad a ella se había convertido en un riesgo. Lo que sí es cierto –y en eso tiene razón Sacristán– es que el gigantesco crecimiento de las fuerzas productivas en los últimos decenios subraya la urgencia –urgencia dramática, diríamos– de acabar con la primacía en el marxismo de la adhesión perezosa, beata y acrítica. Dicho crecimiento es el factor determinante, en última instancia, de las colosales transformaciones sociales, políticas, económicas, científicas y técnicas de nuestro tiempo, y éstas no hacen más que subrayar, por contraste, la gravedad extrema de un estancamiento del marxismo del que sólo en los últimos años empezamos a salir. Sólo empezamos, conviene repetirlo, porque es evidente la dificultad del marxismo, como teoría y como acción política, para explicarse satisfactoriamente los nuevos problemas y resolverlos en la práctica. El conflicto entre los dos principales Estados y partidos del mundo socialista, la sorprendente debilidad del movimiento comunista en la mayoría de los países capitalistas avanzados, allí donde la clase obrera está más desarrollada, y el retraso en elaborar una estrategia respecto del movimiento de liberación nacional que se enfrente satisfactoriamente con los inquietantes progresos del neocapitalismo, son tres hechos que, por sí solo, bastan para mostrar toda la realidad y la gravedad de una crisis que debe preocupar hondamente a todos los marxistas.

Se ha creado una nueva realidad mundial y el marxismo de hoy tiene que comprobarse en ella, no le basta con exhibir como títulos de su verdad las comprobaciones del pasado. Ahora bien, estamos ante el hecho de que esa nueva realidad –descontando su fase de gestación oculta– lleva por lo menos una década en que se despliega con plenitud, con rasgos perfectamente acusados, y sin embargo el marxismo no da suficientes pruebas de ser capaz de asumirla. De ahí que una tarea inaplazable sea la de investigar las causas de esta carencia, que naturalmente no pueden explicarse sin remontarse al pasado, sin dar respuesta [57] satisfactoria a todos los porqué antes enunciados y a algunos más. Con otras palabras, para salir de la crisis actual el marxismo tiene que examinarse a sí mismo de manera crítica, revolucionaria. Por lo demás, éste debe ser un método permanente en el marxismo. Sólo así es fiel a su concepción materialista dialéctica del mundo. La experiencia ha demostrado que en cuanto el marxismo deja de ser severamente crítico hacia sí mismo pierde su capacidad crítica respecto a la realidad social que pretende transformar, pierde su potencialidad revolucionaria. En conclusión, es necesario aplicar el marxismo al marxismo. Parafraseando a Sacristán diríamos que esta es una «tarea tan urgente como para arrostrar por ella cualquier riesgo».
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{*} Todos los pasajes entrecomillados sin referencia pertenecen al texto de Sacristán.

{1} Editorial Grijalbo, México, 1964. Se presenta corno la primera edición en español, lo que no es cierto. Que nosotros sepamos ha habido, por lo menos, dos ediciones anteriores: la de Cenit (Madrid), en 1932, y la de Pueblos Unidos (Montevideo) en 1960. La traducción actual mejora considerablemente las anteriores. La competencia de Sacristán en su especialidad, el conocimiento que tiene (poco común en la España de hoy) de la filosofía marxista y su dominio del alemán, hacen de él un traductor ideal de la obra filosófica de Marx y Engels.
{2} Obras de Marx y Engels. Primera edición rusa, t. XXVIII p. 371: la calificación de «auténtica enciclopedia del marxismo» aparece en la presentación del tomo XX de la misma edición (p. VIII), consagrado al Anti-Dühring y a la DiaIéctica de la Naturaleza. Líneas más abajo se dice que en el Anti-Dühring, Engels «no sólo defendió el marxismo sino que lo desarrolló sustancialmente». Este tomo se editó en 1961.
{3} Nos parece que aquí Sacristán cae en el extremo opuesto de lo que justamente critica. Ni «auténtica enciclopedia del marxismo», ni «modesto» manual. Como manual nos parece que es un buen ejemplo –independientemente de sus insuficiencias teóricas– de exposición polémica, abierta, problemática y a un elevado nivel intelectual; de esos rasgos que debe tener la divulgación del marxismo por muy elemental que sea.
{4} Anti-Dühring, p. 129, en esta edición.
{5} Karl Korsch. Marxisme et Philosophie. Ed. francesa de 1964, p. 161. Este libro apareció el mismo año que Historia y conciencia de clase de Lukacs. Fue duramente combatido entonces (como el de Lukacs) tanto por los teóricos de la Internacional Comunista y del Partido Comunista de la URSS, como por los de la Socialdemocracia. Sin embargo el libro fue publicado en ruso en 1924 por editoriales de Moscú y Leningrado. En aquel tiempo todavía se publicaban los textos, aunque no estuvieran de acuerdo con los puntos de vista de la dirección del Partido.
{6} El mismo Korsch señala esa insuficiencia en una nota a pie de página (p. 155).
{7} Véase nota 55 a pie de página en Marxisme et Philosophie (p. 113).
{8} Véase, por ejemplo, el ensayo de G. Podkorytov, Método dialéctico y métodos científicos particulares que aborda específicamente este problema. Fue publicado en Voprosi Filosofi, nº 6 de 1962 y reproducido en el nº 33-34 de Recherches Internationales, dedicado a la filosofía soviética.

octubre 21, 2006

Alberto Reig Tapia: contra Pío Moa y el revisionismo histórico fascista

discípulo de Manuel Tuñón de Lara, Alberto Reig Tapia es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona

artículo publicado originalmente en Historia a Debate

Quosque tandem Pío Moa?

Qué pesadez. Qué empacho. Abre uno el correo electrónico por las mañanas e, inevitablemente, se encuentra con el célebre corrido: “Estas son... las mañanitas, que cantaba... el rey don Pío...” Qué hartazón. Ya está bien, hombre, de tanto lloriqueo por parte de ese señor y su claque correspondiente, quejándose de que la Academia, los gurús (?) de la historiografía contemporaneísta española, los historiadores y profesionales de toda clase y condición le critican sin razón o le ningunean malévolamente. Pobrecito. Por algo será. ¿No? A las primeras de cambio no desperdicia ocasión para arremeter contra alguno de esos mentados gurús que tanto parecen quitarle el sueño. Pobre hombre, no sabe qué hacer para que le hagan un poco de caso y busca la polémica enfebrecidamente para seguir en la palestra a la que este absurdo mundo mediático en el que vivimos parece haberse empeñado en instalarle.

Llevo tiempo asistiendo atónito a los denodados esfuerzos de semejante escribidor, digno discípulo del inefable don Ricardo de la Cierva (últimamente muy decaído), por encaramarse a base de codazos, pisotones y reclamaciones varias, al más elevado sitial de la historiografía nacional. Hombre, don Pío, no sea usted desvergonzado. Cosas veredes, Mío Cid, yendo la cosa de mitos...

A tan elevado altar historiográfico se accede trabajando intensamente y con talento, haciendo sin prisa pero sin pausa una obra sólida (que no es lo mismo que “al peso”, como con infantil manera pretendía su antecesor Ricardo de la Cierva numerando sus sucesivos e inconsistentes mamotretos). El único camino que conduce a semejante sitial no es otro que elaborar una obra que resista el paso del tiempo, sin necesidad de recursos demagógicos o de hacerse acompañar de voceros, de coristas o de simples charlatanes y propagandistas de medio pelo. Son muy pocos los que de la más natural de las maneras (talento innato y esfuerzo continuado) acceden a tan elevado rango ¿Ejemplos? Pues don Miguel Artola, sin ir muy lejos, por citar a un instalado entre la generación de los seniors que sería, como si dijéramos, el contramodelo del susodicho. O el último Premio Nacional de Historia, don José Álvarez Junco, de la siguiente generación que, muy a pesar suyo (tempus fugit), se instalará también, o don Enrique Moradiellos de la siguiente, no sé si ya de los juniors que, con el tiempo, también acabará por subirse a tan docta tarima y que, además, no se hurta valientemente, supongo que por joven, a la polémica suscitada a propósito del último libro de Moa. Sea dicho esto por citar los primeros nombres de profesionales de la historia que me acuden a la memoria, investigadores rigurosos dedicados enteramente a su oficio con independencia de las filias o las fobias particulares de cada uno, que de todo hay en la viña del Señor. ¿Se imaginan ustedes a don Miguel Artola protestando públicamente a través de Internet de las hipotéticas críticas que se le pudieran hacer o lamentándose de que se le “ninguneara” en algún medio de comunicación? Digamos que hay una relación directa de causa-efecto entre la protesta y el reconocimiento. A mayor protesta y reclamación menor reconocimiento. Es un problema de dignidad y también de autoestima. Cuando de verdad se está en lo alto no hace falta ladrar ni hacer cabriolas para llamar la atención. Véase el caso don Pío como mejor prueba. El hombre sabio se instala en su sitial de una manera natural y no necesita coros ni tiralevitas como los grandes mediocres que alumbra el cielo cada día.

Los ejemplos son obscenos, pues es como comparar el jamón de jabugo con el jambon de Bayonne o, por si se enfadan mis amigos franceses (que cada vez es más difícil abrir la boca en este mundo sin ofender a muchos), el foie d’oie con el paté de “La Piara”. Al final dicen que todo(?) es cuestión de gustos. Hay quien, con independencia de las hipotéticas discrepancias que sus escritos puedan suscitar, se merece el respeto cuando no la admiración del gremio por su trabajo profesional y, por el contrario, don Pío suscita sentimientos abiertamente opuestos y generalizados en el mismo gremio. ¿Por qué será? ¿Serán, seremos, todos tontos? El prestigio es como el dinero o la belleza, no pueden ocultarse, saltan a la vista o caen por su propio peso más pronto o más tarde. Sin embargo los arribistas ambiciosos y sin talento han de estirar el cuello hasta el límite para poder sobresalir un poco de la inmundicia que ellos mismos generan.

Uno ya va echando años y le cansan un poco las polémicas inútiles. Inútiles porque semejante personal reclama un pretendido debate historiográfico(¡?) cuando en realidad lo que quieren es que se hable de ellos, aunque sea mal, para vender lo más posible su rancia mercancía ideológica, ya bastante apestosa para qué engañarse. Debería, pues, seguir el consejo de los más sabios que yo y mantenerme completamente al margen. Si los propios aludidos no pierden su tiempo en contestar, sabiendo que es precisamente lo que se pretende, ¿por qué tendría yo que tomarme la molestia? Creo que sólo por una razón. Pues porque si me atacara a mí semejante recua he de confesar que me gustaría que otros compañeros les replicaran por mí pues no es precisamente el aludido quien por razones de simple ética personal debe de contestar en estos casos. El decoro debe mantenernos alejados de polémicas en las que nosotros mismos estemos implicados. Tampoco vamos a dejarnos insultar ya que nadie parece dispuesto a poner la cara por asuntos ajenos a sus intereses más contingentes.

Estas palabras (letras) mías son las primeras sobre este asunto o personaje y serán, o deberían ser, las últimas. ¿Merece la pena tomarse la molestia? ¿Sabré o podré callar si alguno de estos esforzados escribidores, como el citado, me honran con su respuesta? “Lo dudo..., lo dudo...” (por seguir con boleros después de los corridos matutinos). El esfuerzo mío, en cualquier caso, es liviano, apenas un entretenimiento, desde luego. Les daré gusto a “los marchosos”, pues respuestas más serias y documentadas desde la historiografía profesional ya las ha habido y más que suficientes, como las del citado Enrique Moradiellos sin ir más lejos que se ha tomado la molestia, admirable, de contestar desde la racionalidad y el conocimiento a las vacuas andanadas del mentado don Pío. Con mis palabras sé que me ganaré el insulto y la descalificación inmediata de tales escribidores y sus secuaces. Qué le vamos a hacer. Será un honor. Gajes del oficio. Me limitaré a decir apenas cuatro obviedades en el absoluto convencimiento de que es como echar margaritas a los cerdos... “¡Uy, lo que ha dicho!” (Millán de “Martes y 13”). A mí me gusta citar mis fuentes. Lo haré, pues, muy brevemente para no cansar al personal y en atención sobre todo a tantos jóvenes con vocación de historiadores que no salen de su asombro ni acaban de entender que no se ataje contundentemente a esta banda de libelistas de los que Pío Moa se ha convertido en abanderado y que pretenden demoler la labor seria, callada y rigurosa de la historiografía profesional. Creo que se merecen una atención que pueda de alguna manera satisfacer su perplejidad y el silencio de los llamados gurús. Aunque sea apenas un guiño, un recorte, un insustancial divertimento.

La mayoría de los profesionales serios, por no decir que la totalidad, responden a personajes tales como don Pío, con el silencio. Silence it’s golden dice la vieja canción y “quien calla otorga” se dice también. Hay excepciones. Cuando los tiempos boyantes de don Ricardo de la Cierva, sin ir más lejos, me dejaron sólo en la plaza colegas y compañeros. Algunos se reían mucho privadamente con la polémica pero ninguno entraba al trapo. Ninguno se dignaba descender a la arena y fajarse cara a cara con “el enemigo” o “el indocumentado” de turno. No se lo reprocho. ¡Hay tantos libros interesantes por leer y por escribir y es la vida tan corta! ¿Para qué perder el tiempo con de la Cierva ayer o con Moa hoy? Ya he dicho que tienen razón los absentistas. Pero yo no me resigno a dejarles libre y despejado el camino a semejantes personajes que controlan el campo político de los media y que sus manipulaciones historiográficas pasen poco menos que como verdades incontrovertibles para la mayoría del común como demuestran sus cifras de venta. Podría decir y de hecho me digo: “Que talle otro”. Ahora el profesor Moradiellos, profesional riguroso, ha tomado la alternativa y ha respondido de forma contundente, seria y sobrada. No quisiera yo que experimentara la misma soledad que yo sentí en su día así que me permito acompañarle en la refriega solidariamente añadiendo apenas unas guindas para endulzar un poco el guiso.

Ya he dicho que los más sensatos dicen con toda la razón que no merece la pena perder ni un minuto con tales escribidores. Pero el corazón tiene razones que la razón no comprende. Y uno nunca dejará de ser un sentimental. El verano además es propicio para lecturas y escrituras algo más ligeras que a las que uno se ve obligado profesionalmente. Confieso, además, que aún hoy, todo lo que es y significa ir contra Franco, es decir, contra el fascismo clerical, contra la autocracia apestosa y sus herederos, hermanos, primos y sobrinos me parece no ya una tarea placentera sino un deber cívico ineludible. Muchos, el profesor Javier Tusell por ejemplo, consideran un sinsentido manifestarse hoy como anti-franquista dado que el general y su régimen son ya historia. Aunque el argumento tenga su lógica yo tengo también la mía. El régimen franquista ha sido definido sobre todo por sus negaciones: anti-liberal, anti-demócrata, anti-parlamentario, anti-masón, anti-marxista, anti-socialista, anti-comunista, etcétera. Así que considero que manifestarse como “anti-franquista” en la medida que tal ismo (el Franquismo) sea un modelo, un arquetipo, una ideología, una mentalidad... (hay para todos los gustos), que ha marcado toda una época y a varias generaciones de españoles; a algunos más de lo que incluso ellos mismos sospechan, es tremendamente positivo y de alto valor cívico arremeter contra él con firmeza y decisión siempre que la situación sea propicia por cuanto significa el rechazo más absoluto a la autocracia, a la prepotencia, a la represión, a la intolerancia, a la ignorancia y, en definitiva, a todo lo que al régimen político y su fundador e indiscutible protagonista tan espléndidamente significaron. Es, sobre todo, una reafirmación positiva, constante, permanente de los valores democráticos que el Franquismo se dedicó a escarnecer de manera continuada y perversa hasta el fin de sus días. Jamás deberíamos ceder ni un milímetro en esa reafirmación.

Bien. Confieso abiertamente que, dadas las “excelentes” críticas que recibían los libros precedentes de don Pío sobre la II República de mano de los profesionales de la historia, no me había tomado ni la molestia de hojearlos brevemente. El tiempo -dicho queda- es oro. ¿Para que perderlo tontamente, si es un bien siempre escaso, con semejante literatura habiendo tanta interesante e importante por leer? Al fin y al cabo la crítica supone una imprescindible labor orientativa para el hipotético lector.

Sin embargo, confieso de nuevo: “Padre, he pecado gravemente. He sido incoherente con mis propios principios y he incurrido en un perverso ejercicio de masoquismo “intelectual”(¿?) impropio de un buen cristiano”. Un amigo (es un decir), me regaló el último mamotreto de don Pío que me apresuré a apilar directamente en mi biblioteca sin ni siquiera leer el prólogo. ¡Hay tanto por leer! Pero como se me había invitado a dar una conferencia en un seminario en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense, precisamente sobre los mitos de la Guerra Civil, probablemente porque yo mismo había escrito sobre el asunto[1], me creí en la obligación moral de echar al menos un vistazo al libro de don Pío sobre el particular que acababa de publicar y estaba convirtiéndose en un auténtico fenómeno editorial[2], no fuera a ser que algún alumno aventajado o nostálgico, vía familiar, de la España de Franco me inquiriera maliciosamente por semejante joya bibliográfica y tuviera que reconocer públicamente mi absoluta ignorancia al respecto. Era un peligro, pues soy poco dado a hojear libros y, a la que me descuido, me encuentro leyéndomelos de cabo a rabo rotulador en ristre. Siempre pienso en lo que decía Cervantes, citando a Plinio el Joven creo recordar, en el sentido de que no hay libro tan malo del que no pueda extraerse algún provecho.

Hice pues de tripas corazón y me puse manos a la obra. Me quedé literalmente estupefacto nada más iniciar su lectura. ¡Había nacido una nueva estrella! Don Ricardo de la Cierva, quedaba “definitivamente” reducido a la condición de simple pardillo. Todo lo que se diga es poco. Señoras y señores: ¡Estamos ante un nuevo titán de la historietografía neofranquista! Repiquen las campanas del universo mundo y dispónganse los nostálgicos de por el Imperio hacia Dios para gozar de nuevo con la “caña al rojo” hasta que la “endiñe” y las loas azules al nuevo amanecer español. Los admiradores del general patas cortas, de cerillito, pueden respirar tranquilos pues don Pío, cual nuevo Cid Campeador, va a restituirles él solito toda la apestosa mitología franquista con que el sádico régimen del general castigó inmisericorde las indefensas meninges de sus súbditos durante cuarenta años interminables...

Un inciso. (Me encanta ser políticamente incorrecto cuando de dictadorzuelos se trata y si se alborotan por ello algunas mentes seráficas que consideran que “la forma” determina “el contenido”, y me reducen así a la condición de mero polemista, pues muy bien. No seré yo ni quien se adorne con plumas ajenas ni quien ose ponérselas a nadie, pero los aficionados a hacerlo que no se descuiden no sea que el plumón que llevan en la retaguardia acabe por hacerles cosquillas en salva sea la parte).

A expresiones como las que anteceden (pardillo, cerillito, etc) los exquisitos las llaman comentarios ad hominem de los que debe de huir el profesional de la Historia. Es cierto. O sí pero no. Tienen razón y no la tienen. Pero tampoco seamos hipócritas y falseemos nuestro pensamiento hasta el punto de no reconocernos ni nosotros mismos. Equivocados puede, o muchas veces, pero falsos, nunca. Yo siento el mayor de los respetos por todos los colegas y compañeros y sólo entro excepcionalmente en polémicas cuando alguien empieza por no respetarse así mismo o por razones de principio y más si percibo algún tipo de agresión improcedente. En cualquier caso nunca disparo primero y desde luego no soy dado a poner “cristianamente” la otra mejilla. intentando en el envite ser lo más respetuoso que puedo. Pero no todos son colegas ni compañeros ni se ajustan a unas reglas deontológicas mínimas. Además en estas cuestiones hay mucho intrusismo. Siempre me acuerdo de Santiago Casares Quiroga, quien fuera Jefe de Gobierno de la II República española, cuando dijo que él, contra el fascismo, era “beligerante”. Se lo criticaron mucho. Por lo visto no es políticamente correcto ser beligerante ni contra el fascismo. Pues niego la mayor. Como, hoy por hoy, no tenemos fascismo en España, no caben semejantes declaraciones de beligerancia. Cierto, pero contra la estupidez mental, resulta inevitable acabar alistándose pues conviene no olvidar que los tontos no descansan nunca. ¿Y si ganan la batalla? No se olvide que, a partir de Adán, los tontos están en mayoría y, ¿no es la democracia el imperio de las mayorías? “Atentos”, como dice el siempre lúcido Miguel Angel Aguilar.

Lo que de verdad es imperdonable es escribir aburriendo. Además los combates, al menos entre caballeros, han de librarse con las mismas armas y en igualdad de condiciones. Escribir “profesionalmente” para contrarrestar en el campo mediático a personajes como Pío Moa es “echar margaritas a los cerdos”. Hay una cosa que se llama adjetivos calificativos que están para ser usados y que como su propio nombre indica sirven para calificar adecuadamente al sustantivo al que acompañan y he de confesarles que, a mi juicio, quizás equivocado (?), dichos adjetivos si acompañan adecuadamente a sus correspondientes sustantivos resultan de lo más expresivos y le ahorran a uno muchos circunloquios.

Vayamos al grano. Los planteamientos revisionistas de don Pío a propósito de la II República y, la Guerra Civil española y el Franquismo, están débilmente montados sobre una pobrísima documentación, nunca de primera mano, y han sido sistemáticamente demolidos por la crítica especializada no obstante lo cual, se le ha presentado por los voceros del Franquismo sociológico como un autor de referencia inexcusable, lo que le ha permitido vender holgadamente sus libros sobre dicho período histórico. Francamente no sé muy bien a quién ha podido hacerlo pues no profeso Sociología de la Literatura, especialidad en pasquines, panfletos y demás libelos ni Subcultura de Masas, especialidad intoxicaciones, demagogias y otras hierbas. Pero es la última de sus entregas librescas citada, completamente ayuna de investigación novedosa y de propuestas teóricas renovadoras, la que está consiguiendo el raro prodigio de multiplicar sus ediciones ad infinitum, aunque son conocidas las manipulaciones a este respecto en que incurren algunas editoriales a efectos de marketing, no cabe dejar de lamentar el éxito editorial de semejante inanidad bibliográfica que me niego rotundamente a calificar de historiográfica, pues estamos ante un nuevo propagandística de Franco y su régimen.

Según parece es un fenómeno fundamentalmente senil (nostálgicos del Franquismo) o juvenil (adolescentes dispuestos como siempre a “matar al padre”). Como la generación de los padres es demócrata, y por tanto retrospectivamente anti-franquista y pro-republicana, sus hijos y nietos contestatarios, tan encantados de ir siempre a la contra, compran -no sé si leen- a “ese” señor que les “da cera” a sus progenitores donde más les duele: los valores que tanto les costó reconstruir después de los años de sangre y de plomo y tanto les cuesta transmitir a sus consentidos retoños. “¡Venga papá, no me des ya más la vara con tus monsergas!”

Lo verdaderamente grave e incomprensible de este asunto para mí es que, respetados historiadores en su tiempo, que tanto nos ayudaron a empezar a desentrañar algunas de nuestras claves históricas contemporáneas, con importantes aportaciones historiográficas que tanto contribuyeron a demoler la propaganda franquista, se apunten ahora a dar cobertura “científica”(¿?) al más significativo de los neo-propagandistas franquistas del momento. Algo que tampoco puede sorprender cuando semejante actitud había empezado ya pretendiendo otorgar carta de honorabilidad historiográfica a ilustres predecesores como Ricardo de la Cierva.

En cualquier caso se presenta el libro citado sobre la guerra de Pío Moa como novedad historiográfica (sic) cuando se trata de meros apuntes de lectura (desde luego escasas y, probablemente, meras consultas) desvergonzadamente presentadas como un sólido trabajo de investigación que, sin embargo, no resiste el análisis intelectual más templado a no ser que ahora se llame “investigación” al simple comentario bibliográfico y a la “refritanga” más obscena trufada de opiniología. Se trata de una nueva reedición de todos y cada uno de los añejos tópicos franquistas, reivindicando autores que han sido literalmente triturados por la Academia, e ignorando en cada uno de los temas que aborda a los verdaderos especialistas que han hecho aportaciones de mérito.

No deja de ser paradójico que quien otrora fuera natural enemigo público del Franquismo, en tanto que militante de la organización terrorista de extrema izquierda GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre), así llamados porque en esa fecha de 1975, cuando se dieron sangrientamente a conocer, fueron asesinados a sangre fría cuatro policías que ejercían labores de vigilancia, haya sido finalmente incorporado -Deo gratias- a la “Buena Causa” anti-republicana y pro-franquista hasta el punto de haberse convertido en uno de sus propagandistas más eficaces. Hay que enfatizar que de sabios es cambiar de opinión, sobre todo cuando ahora, al menos la versión impresa de semejantes planteamientos ideológicos, no hace correr ríos de sangre invocando redenciones, expiaciones o revoluciones de uno u otro signo (extremo) sino apenas ríos de tinta inútil al servicio -como siempre- de la Gran Causa de “la Verdad” (“revelada”, nunca indagada).

Es el caso que Pío Moa, no aporta absolutamente nada al conocimiento histórico[3]. Como todo buen converso, va aún más allá de los viejos planteamientos franquistas más propagandísticos y deformantes en su afán de legitimar ese “espíritu del 18 de julio”, ávido de sangre, que tan traumáticamente fracturó España en el pasado siglo y que, según puede apreciarse por la obra de referencia, tristemente aún colea. ¿Qué querrá hacerse perdonar tan extraviado terrorista, ayer, y tan “eximio” escribidor, hoy? ¿Se vende más como “rojo” arrepentido pasándose al “enemigo” con armas y bagajes o es que, en realidad no nos hemos movido nunca de donde hemos estado siempre? Sabido es que el GRAPO fue sucesivamente infiltrado por agentes de la policía franquista. ¿Fue acaso una mera creación policial de la peor extrema derecha española? De hecho, cuando en los ya lejanos tiempos de la transición a la democracia fueron liberados el teniente general Emilio Villaescusa Quilis, Presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar y Antonio María de Oriol y Urquijo, Presidente del Consejo de Estado, los feroces terroristas secuestradores del GRAPO franquearon la puerta muy amablemente a los policías liberadores completamente desarmados (suponemos que siguiendo instrucciones del manual del perfecto terrorista) que muy educadamente habían tocado el timbre como avisando de su inesperada llegada. Operación policial de guante blanco. A veces no es que los extremos (policías y ladrones, terroristas y contraterroristas) se junten o se toquen, es que pueden llegar a ser perfectamente intercambiables. Decía Bertold Brecht en su Loa a la dialéctica que después de hablar los que dominan habrían de hablar los dominados. ¿Y si son siempre los mismos? Lo que no es normal es que la Historia en este país pretendan escribírnosla siempre los sacerdotes (fray Justo Pérez de Urbel, primero) los policías (Eduardo Comín Colomer, a continuación), los censores (Ricardo de la Cierva, posteriormente) o los terroristas (Pío Moa, ahora). Todos, al parecer, muy aficionados a la Historia después de...

No cabe excluir la posibilidad de que, ante el resurgir de la memoria democrática, puesta de manifiesto mediante numerosas publicaciones, y con el tema de las exhumaciones de cadáveres de “paseados” por los vencedores de la Guerra Civil española en los medios de comunicación, el franquismo sociológico, sus herederos ideológicos, se hayan visto en la necesidad de desempolvar sus vetustos clichés a modo de reafirmación personal. Que se estén tranquilos. Nadie pretendió nunca tras la muerte de Franco y menos va a pretender ahora reabrir tribunal de inquisición alguna. La historiografía mal que les pese seguirá su curso, proseguirá su labor sine ira et studio. Hay tanta “ira” por parte de los profesionales de la Historia sobre estos asuntos como “estudio” por parte de estos nuevos propagandistas. Es decir, ninguna; nulo. Pero lo que no vamos a hacer es callarnos y dejarles el camino expedito.

¿Cómo se puede tener la desvergüenza de pretender haber escrito un libro de Historia ayuno de investigación, sin haber pisado un archivo, sin desempolvar ninguna fuente primaria, sin ni siquiera un mínimo de referencias bibliográficas, solventes o no, reproduciendo todos y cada uno de los tópicos propagandísticos puestos en circulación por Joaquín Arrarás, el gran propagandista de la santa cruzada de liberación nacional del generalísimo Franco en la inmediata postguerra, absolutamente superados por la publicística al uso? ¿Cómo se puede pretender haber escrito un libro sobre los mitos de la guerra sin detenerse mínimamente a explicarnos qué es lo que él entiende por tal limitándose a transcribir la definición del diccionario para, a continuación ponerse a escribir sobre lo divino y lo humano de la Guerra Civil ignorando por completo toda la investigación puntera sobre todos y cada uno de los temas (todos) que con singular desparpajo aborda? ¿Cómo se puede afirmar que el general golpista Francisco Franco fue más respetuoso con la Constitución que el mismísimo Manuel Azaña que fuera sucesivamente ministro, jefe de Gobierno y presidente de la República? ¿Cómo puede sostenerse a estas alturas del curso que el tema de la represión quedó completamente zanjado por el general Ramón Salas Larrazábal cuyos trabajos sobre el particular fueron inmediatamente cuestionados por numerosos investigadores que los rechazaron de plano y cuyo cálculo cuantitativo erró en prácticamente el 100% como han demostrado fehacientemente todas y cada una de las investigaciones de campo que le siguieron?

Francamente, no irrita tanto el desconocimiento absoluto que de semejantes comentarios cabe inferir como la firme sospecha por no decir la absoluta convicción de la expresa voluntad de manipular la Historia con evidentes fines propagandísticos. ¿Al servicio de qué? ¿Cómo puede ignorarse la ingente masa de tesis doctorales, de trabajos y estudios monográficos e investigaciones locales y territoriales que desde 1977, fecha de publicación del famoso libro de Ramón Salas, hasta hoy han proliferado por todo el territorio nacional desde el Cabo de Creus hasta Ayamonte y desde el Cabo de Gata hasta Finisterre y que, literalmente, han triturado y despiezado todos y cada uno de los planteamientos metodológicos así como las cifras aportadas por tan ilustre militar?

Al despiece metodológico de las pretensiones “científicas” del estudio del general Ramón Salas, absolutamente convencido de la inanidad e inconsistencia de reputados especialistas extranjeros, como Hugh Thomas o Gabriel Jackson, a los que se refería con maneras más propias del general franquista que era que del historiador que pretendía ser, hay que añadir todo el cúmulo de aportaciones al respecto que son ya legión. Han llovido multitud de investigaciones, de estudios empíricos concretos, que han corroborado nuestros planteamientos y han dejado el estudio de Ramón Salas, que al menos intentó introducir algo de racionalidad en el asunto frente a sus propios propagandistas, completamente obsoleto[4].

¿Cómo se puede sostener a la altura del 2003 que había una conspiración comunista previa al golpe militar del 18 de julio que, así, habría justificado éste como medida preventiva cuando tal montaje (se aportaron como prueba documentos falsos) fue contundentemente desmenuzado por Southworth hace la friolera de 40 años?[5] ¿Cómo puede escribirse un capitulito sobre una figura de la importancia de Juan Negrín ignorando por completo a Juan Marichal, al mismo Herbert R. Southworth, a Manuel Tuñón de Lara o a Ricardo Miralles (quien por cierto ya tiene en prensa su esperada monografía sobre Negrín)[6], cuando dichos autores son prácticamente los únicos que han prestado alguna atención a tan singular como relevante personalidad. Ahora, gracias a trabajos de investigación sólidos, como el citado de Miralles, frente a la inanidad demagógica de los articulitos de combate de los Moas o los Jiménez Losantos de turno, podemos conocer mejor la fascinante y compleja trayectoria política del doctor Negrín en el decenio de los treinta. Moa, Losantos, lo ignoran todo sobre Negrín, no han hecho investigación específica sobre su figura y, sin embargo, pretenden sentar cátedra sobre el asunto...

Sinceramente, que a 28 años de la muerte de Franco y con toda la bibliografía seria y rigurosa existente sobre la II República, la Guerra Civil y el Franquismo, el señor Moa esté rompiendo todos los techos de venta imaginables es algo -repito- que escapa por completo a mi capacidad de entender el mundo en el que vivo salvo la obvia constatación de que el consumo de tinto “Don Simón” es y será siempre notablemente superior al “Vega Sicilia” de cualquier añada. Con una importante diferencia: el “Vega Sicilia” sólo se lo pueden permitir los pudientes, mientras que por el mismo precio, ventajas de la cultura, pueden comprarse simples libelos u obras sólidas de investigación. Eso sí, antes de comprar cualquier cosa, hay que informarse un poco para no equivocarse de producto y llevarse uno ya caducado desde su mismo origen que, aunque no siempre, papá tiene algunas veces razón, y sabe más el diablo por viejo que por diablo. ¡Ah!, y si ante casos como este (fenómeno Moa) alguien se atreve a cuestionar la cultura política de este país que según la ortodoxia imperante es similar a la del resto de países europeos (¿Francia, Reino Unido, Alemania, Suecia, Noruega, Dinamarca...?) te acusan enseguida de estar en la luna de Valencia y de no enterarte nada.

No deja de ser penoso desde el punto de vista de la cultura política de un país, que es el que por razones obvias más me interesa, que un simple propagandista incapaz siquiera de renovar tal repertorio venda más que el conjunto de los especialistas en la materia a los que manipula e ignora con singular desparpajo manipulando sus investigaciones y, al mismo tiempo, se indigne por la crítica demoledora que reciben sus libelos. ¿Qué puede esperar?

Lo asombroso de todo este asunto es que historiadores otrora respetables, como el citado Stanley G. Payne, pretendan ahora presentarnos a un don Pío injustamente perseguido o ninguneado por todo el conjunto de la historiografía española[7]. Hubo un tiempo en que Payne tenía mucho que decir, entre otras razones porque él podía decirlo y, aquí, en España no podía decirse ni escribirse nada que contradijera la “ortodoxia franquista” imperante a cuyo cuidado estaba nada menos que Ricardo de la Cierva por mandato del entonces ministro de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne. Quizás ahora podamos entender porque ambos (Payne y de la Cierva) se jaleaban mutuamente con tanta devoción. Hoy, cuando en España ya no son imprescindibles los Payne de entonces, sencillamente porque hay libertad, nos sale el profesor de Wisconsin-Madison en defensa de la “obra” del libelista Pío Moa, diciendo a propósito de las tesis doctorales sobre la guerra que se hacen en España, que: “Se trata casi siempre de estudios predecibles y penosamente estrechos y formulistas, y raramente se plantean preguntas nuevas e interesantes. Los historiadores profesionales no son, a decir verdad, mucho mejores. Casi siempre evitan suscitar preguntas nuevas y fundamentales sobre el conflicto, bien ignorándolas, bien actuando como si casi todos los grandes temas ya se hubieran resuelto”. Qué audacia. Qué prepotencia. Ahí queda eso. (Y... entonces llegó Fidel): “Dentro de ese vacío parcial de debate histórico surgió repentinamente hace cuatro años la pluma previamente poco conocida de Pío Moa...” Efectivamente, era sólo conocido por su “pipa” (pistola). Ahora, como en el verso de Vicente Aleixandre, pretende hacer de las espadas asesinas dulces labios. Pero no engaña a nadie, salvo a Payne pues, en verdad, hay labios como espadas. ¡Acabáramos! A libro por año..., ya digo, estamos ante un nuevo titán de la historiografía, según Payne (¿o quiso decir “historietografía”?). Este nuevo oráculo de Delfos sentencia sobre los escritos de Moa sin que el rubor se le suba a las mejillas: “Considerados en su conjunto constituyen el empeño más importante llevado a cabo durante las dos últimas décadas por ningún historiador, en cualquier idioma, para reinterpretar la historia de la República y la Guerra Civil”. “¡Toma nísperos!” Como dice el gracioso oficial del reino, la más ingeniosa pajarita de la banda que, aún senil, no deja de segregar su baba viscosa de viejo fascista en su columna diaria de ABC. Yo, si fuera directivo o miembro de cualquiera de las Asociaciones de historiadores de este país presentaría una demanda contra el señor Payne por menoscabo del honor profesional del gremio en su conjunto.

“Y al séptimo día descansó”. Pero aún hay más. El profesor norteamericano dice con convicción: “Cada una de las tesis de Moa aparece defendida seriamente en términos de las pruebas disponibles y se basa en la investigación directa o, [Inciso] (Aquí se da cuenta de que se está “pasando” y “matiza”...) más habitualmente, en una cuidadosa relectura de las fuentes y la historiografía disponibles”.

Ni seriamente, ni pruebas de ningún tipo, ni investigación directa, ni cuidadosa relectura de fuentes... ni nada que se le parezca. Payne, hemos de decir, sin el menor énfasis, miente. Miente con descaro. No puede tergiversarse la realidad de forma tan manifiesta. Necesariamente hemos de sentirnos ofendidos sus lectores y replicarle con firmeza. Me resulta penoso el uso de semejante adjetivo con el profesor norteamericano, pero no he encontrado otro más preciso y no veo razón de ser políticamente correcto con un simple y elemental mentiroso que demuestra con semejante afirmación que ni siquiera ha hojeado el libro que pretende reseñar. No pretenda estafar a sus incautos lectores. El profesor Payne, a estas alturas, hace “crítica” ideológica, apriorística, no científica. Como de lo que se trata es de arremeter contra la izquierda en cualquier tiempo y lugar, como el objetivo primordial no es hacer (más modestamente escribir) historia sino ir, por sistema, contra las interpretaciones constitucionalistas y democráticas de la España de los años 30 (él mete a todos los críticos -rojos- en el mismo saco), cualquiera vale. En este caso Pío Moa que “pasaba por allí...” Dice Payne de quienes osan descalificar al nuevo titán: “Los críticos adoptan una actitud hierática de custodios del fuego sagrado de los dogmas de una suerte de religión política que deben aceptarse puramente con la fe y que son inmunes a la más mínima pesquisa o crítica. Esta actitud puede reflejar un sólido dogma religioso pero, una vez más, no tiene nada que ver con la historiografía científica”. ¿Fuego sagrado? ¿Dogmas? ¿Religión? ¿Fe? Pero, ¿de qué está hablando sino del bando franquista?

Eso es justamente lo que hace Moa y quienes le jalean como es su caso. Payne ha perdido el norte y demuestra desconocer por completo el estado de la cuestión de la historiografía española contemporánea o, por mejor decir, como sus resultados contradicen sus prejuicios ideológicos, no ya contra la izquierda sino contra simples liberales y demócratas (en su ignorancia o sectarismo debe de pensar que a Franco sólo se le opusieron izquierdistas revolucionarios), se agarra al primer propagandista que pasa para aferrarse a un muy hispánico “sostenella y no enmendalla”. Albricias, cuando tantos españoles empiezan a desprenderse del pelo de la dehesa, hete aquí que don Stanley se nos hace cada vez más ibérico, más reacio a la racionalidad, al sentido común y a los mismos fundamentos empíricos, que son la base de la ciencia que dice cultivar. Clama por una “historiografía científica” y nos pone como “modelo” a un vulgar propagandista. Y aún hay más, la Revista de libros le concede el honor de presentar su escrito como artículo destacado. Se han equivocado. Naturalmente hacen bien en acoger las opiniones de Payne o de cualquier otro que sea capaz de fundamentar las suyas con un mínimo de competencia. Pero no es ahora el caso. Hubo un tiempo en que Payne lo hacía con solvencia pero, definitivamente, se le ha parado el reloj. Como mejor prueba, el mentado número de la revista acoge al final de sus páginas en letra menuda una carta del profesor Moradiellos sencillamente demoledora de las pretensiones historiográficas del señor Moa, limitándose por razones de espacio a un único tema: la intervención extranjera. La revista debería haber invertido los formatos de Payne y Moradiellos puesto que lo del primero es insustancial y lo del segundo verdaderamente sustantivo. Compare el lector los contundentes argumentos de Moradiellos tomando un caso concreto y las divagaciones tramposas del profesor norteamericano. Esperamos la respuesta de Payne y de Moa con auténtica ansiedad... ¡No nos defrauden!

Qué puede esperarse ya del profesor Payne cuando para seguir elogiando a Moa apela a referencias de autoridad como la siguiente: “Uno de los más distinguidos contemporaneístas de la actual historiografía española, Carlos Seco Serrano (conocido por su objetividad y ausencia de partidismo), ha tildado las conclusiones en uno de los libros de Moa de <>”. Pues no puede esperarse ya nada. Se trata de un caso perdido. Carlos Seco Serrano es ese distinguido contemporaneísta que se obceca en presentarnos a un Alfonso XIII como irreprochable rey constitucional en contra de toda la investigación puntera al respecto. Tan objetivo historiador hace máximo responsable de la destrucción de la República a Manuel Azaña. Ese historiador objetivo y complaciente con la España de Franco, como mejor prueba de su objetividad puesto que Franco fusiló a su padre por mantenerse fiel a sus juramentos militares a la bandera, es el mismo que tuvo la desvergüenza (de nuevo el adjetivo cumple su función adecuadamente calificativa) de copiar en uno de sus libros sobre la España contemporánea la bibliografía del famoso libro de Hugh Thomas como para dotar a su pretendido estudio de una supuesta información y erudición de la que carecía de modo absoluto. También intenta imponernos su visión de que la CEDA era un partido de orientación demócrata cristiana contra toda evidencia empírica. Pero, por lo visto, su palabra es la ley..., por mucha tesis doctoral atiborrada de documentación que pueda esgrimirse en contra de semejantes planteamientos ideológicos que no historiográficos. Por si fuera poco nos “teoriza” de continuo sobre el “centrismo” como la gran panacea de la política confundiendo categorías y conceptos exclusivos de la geografía y de la geometría con los propios de la Ciencia Política o de la Historia de la que es académico... En fin. Payne también nos presenta al prolífico César Vidal (otro genio), capaz de escribir un libro sobre el sexo de los Angeles en unos meses y, a los pocos siguientes de hacerlo, ofrecernos -según Payne- otro de ellos como “el más completo estudio de las Brigadas internacionales en ningún idioma”. ¡Milagro! De nuevo, ¡ahí queda eso! Hay talentos verdaderamente espectaculares y padrinos y patrocinadores sin el menor sentido del ridículo. Afortunadamente el campo del hispanismo sigue siendo fértil y, si un día, hombres como Payne, nos resultaban absolutamente imprescindibles, la mejor prueba de la buena salud y del auge de la historiografía española es constatar que hoy, Payne, resulta absolutamente prescindible.

Visión bien distinta de la obra de Moa es la que nos ofrece la profesora Helen Graham una de nuestras más competentes hispanistas actuales, especialista en la España contemporánea y, particularmente en la Guerra Civil española. Graham si se ha tomado la molestia de leer a Moa y ha dedicado a su libro una amplia reseña en el prestigioso Times Literary Supplement. Lo que ha hecho Moa: “is not an unravelling of myths into the complicated and contradictory stuff of history, but rather a crude repackaging of Francoist myths”. Sí, efectivamente, Moa, en modo alguno acomete una desmitificación sobre la base del complejo y contradictorio análisis de los hechos históricos sino apenas “un grosero envoltorio de mitos franquistas”. El pretendido debate de Moa con la historiografía española, según Payne, no es tal de acuerdo con Graham, “because he simple does not accept the basic rules of evidence that underpin profesional historiography, separating it from propaganda and mythmaking”. Efectivamente, una cosa es pretender hacer historia y otra bien distinta hacerla efectivamente. Simplemente Moa “no acepta las reglas básicas de la evidencia que sostiene la historiografía profesional, separando de ella la propaganda y la mitificación”. A Pío Moa con su obra y con la alta estima que tiene de sí mismo le pasa aquello que tan sagazmente expresaba Ortega y Gasset cuando decía que, la diferencia entre querer ser y creer que ya se es, es la que va de lo trágico a lo cómico. Un auténtico despropósito de la razón. Como dice Helen Graham: “Moa, in spite of some bombastic claims, presents no news evidence himself. He also refuses to accept, without interrogation, the huge volume of archival evidence -Spanish, Italian, German and, latterly, Russian- that underpins the past quarter century of historical scholarship on the civil war”. Ni más ni menos. Moa, a pesar de sus demagógicas reclamaciones, no presenta la menor prueba por sí mismo. También rechaza aceptar la enorme evidencia que ofrecen los voluminosos archivos españoles, italianos, alemanes y, últimamente, rusos existentes durante el último cuarto de siglo para el estudio académico de la guerra civil. “In ignoring the empirical evidence painstakingly gathered and published in Spain over the past decade and a half, Pío Moa places himself epistemologically and ethically in the category of Holocaust deniers”. Efectivamente. Ignorando la evidencia empírica que con el mayor detalle se ha recogido y publicado en España durante los últimos quince años, Pío Moa se sitúa él mismo epistemológica y éticamente en la misma categoría que quienes niegan el Holocausto.

Ciertamente, después de lo dicho, no merece la pena perder ya ni un minuto más con semejante bluff.

A pesar de los pesares, a pesar de Ricardo de la Cierva ayer o de Pío Moa, hoy, y de los jaleadores a lo Payne que les sirven de claque, la historiografía seria y rigurosa de la Guerra Civil, los profesionales de la misma, los que hacen historiografía, no los meros propagandistas que apenas reproducen mecánicamente los añejos mitos impuestos por la propaganda de guerra franquista, seguirá firme su camino. Sin prisa pero sin pausa. Créanme este wishfull thinking: Pío Moa no pasará a la historia de la historiografía de la Guerra Civil o, mejor dicho, habrá que buscarle en las referencias bibliográficas dedicadas al estudio de la propaganda y las justificaciones ideológicas franquistas y posfranquistas después de otros historietógrafos “relevantes” como Ricardo de la Cierva, como Angel Palomino o como Fernando Vizcaíno Casas, así como en el de otros destacados escribidores metidos también a historietógrafos cuando tocan a rebato o se trata de echarse un buen puñado de euros al bolsillo. Como Federico Jiménez Losantos, premio “Espejo de España 1994” de ensayo con un libro sobre Azaña[8] “fusilado” deprisa y corriendo del de Cipriano de Rivas Cherif[9], para llegar a tiempo de cobrar el premio previamente prometido. Este “modélico” e “incorruptible” personaje cometió la bajeza -ya tantas y todo un honor proviniendo de él- de incorporarme a lo que semejante mequetrefe ha llamado la “cofradía de la checa”, que sería la encargada de suministrar “basura ideológica”[10] a José Luis Rodríguez Zapatero (y yo sin enterarme). O un tal José María Marco, profesor de francés primero, azañólogo después, pretendido historiador y destacado secuaz del precedente, que me tildó de “estalinista” (¡?) apenas por criticar, con todo fundamento y abundante documentación, a su jefe copión y boquirroto[11]. Esta gente tilda de chequista y estalinista al discrepante, al crítico (mordaz y cáustico, desde luego) que se limita a dejarles con las vergüenzas al aire. Lo que no tiene especial mérito puesto que carecen de cualquier tipo de vergüenza de modo absoluto. Semejante “chequista” ni siquiera hizo de meritorio en el partido comunista en sus años mozos, como sí hiciera -¡qué cosas!- el mozo Jiménez Losantos militante izquierdoso en el PCE (de Bandera Roja, creo recordar). Quizás, por haber sido él mismo uno de ellos, no sólo ve en sus alucinaciones “rojos” hasta en la sopa boba que debe tomar a diario sino chequistas hasta debajo de las piedras. Encima va dando clases por esos mundos de Dios de liberalismo y democracia. “¡Manda güevos!” que diría nuestro ilustre Federico Trillo-Figueroa. Yo propondría a cualquier doctorando en Ciencia Política, o Historia, o Sociología, o Psicología, o Psiquiatría (¿por qué no?) el siguiente tema de investigación con vistas a su obtención del grado de doctor: “Liberalismo y democracia en la “obra” de Federico Jiménez Losantos. Para una hermenéutica del lenguaje liberal: los diarios ABC y EL MUNDO como nuevos paradigmas del columnismo de qualité”. Y ¿qué tribunal solvente podría constituirse para tal? ¿Pedro Jota? ¿Luis María Anson? ¿Pío Moa? ¿el sr. Marco? ¿Angel Palomino..? ¡Imposible!, ninguno de ellos es ni siquiera doctor..., lo que no les impide pretender adoctrinar a todo bicho viviente sobre lo divino y lo humano día sí, día no, y el de en medio también. Qué jeta.

En fin. No incurriré yo en el despropósito de llamarle a él, a su fiel escudero o a cualquier otro de sus ilustres secuaces “fascistas”. Estos personajes citados no son tales. Son, simplemente, indocumentados charlatanes, demagogos de a céntimo el 1/4 kg., que necesitan llenar sus columnas de prensa diarias con perversas manipulaciones del impenitente y contumaz rojerío, sensacionales descubrimientos tipo mar Mediterráneo y fatuos fuegos de artificio para que se fijen un poco en ellos y les sigan renovando el contrato. Son políticamente el equivalente de esos programas basura de la televisión. Son la salsa rosa de la politiquilla y la historietografía. El periodismo amarillo nunca había tenido en nómina, jamás antes había dispuesto de tan destacados mercenarios de la pluma, como ahora. ¡Y con ínfulas de intelectuales y escritores! No te lo pierdas. Lo dicho: degradan cuanto tocan. Seguro que el gracioso oficial de ABC en realidad se inspira, aparte de en él mismo, en tan brillantes compañeros cuando escribe sus romances de tonto aunque naturalmente apunte únicamente a los “rogelios”, como siempre. Este “príncipe de los ingenios” parece olvidar las sabias palabras de Jules Renard: “El ingenio es a la verdadera inteligencia lo que el vinagre al vino fuerte y de buena añada: un brebaje para cerebros estériles y estómagos enfermizos”.

Llegados a este punto, que ya demasiado tiempo hemos perdido de la manera menos provechosa, semejantes personajes si que se merecen por nuestra parte al menos una frase estalinista por más que, paradójicamente, la pronunciara uno de los más fervientes enemigos del estalinismo aunque en el momento de pronunciarla era uno de los bolcheviques más aguerridos. Ahora nos viene al pelo visto lo visto. Nos la han servido en bandeja.

Trotski, en el famoso congreso de los soviets que tuvo lugar el 7 de noviembre de 1917, le dijo a Martov, líder de los mencheviques: “¡Sois gentes aisladas y tristes; habéis fracasado; vuestro papel ha terminado! ¡Id donde pertenecéis: al basurero de la historia!” Trotski no tenía razón entonces. La tuvo después; estos epígonos, tampoco: ni ahora, ni antes, ni nunca como cualquier otro extraviado que se ha apartado de la razón.

Sí, el cubo de la basura, es su sitio natural. Lo dicho. Quosque tandem... abutare patientia nostra!

En el ruedo ibérico a 29 de julio de 2003.



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[1] Alberto Reig Tapia, Memoria de la Guerra civil. Los mitos de la tribu. Alianza. Madrid, 1999.

[2] Pío Moa, Los mitos de la Guerra Civil. La Esfera. Madrid, 2003.

[3] Véase el incomprensible -ya cada vez menos- artículo de Stanley G. Payne, “Mitos y tópicos de la Guerra Civil” (Revista de libros, núm.79-80. Madrid. Julio-agosto 2003, pp. 3-5, pretendiendo vanamente lo contrario.

[4] Ramón Salas Larrazábal, Pérdidas de la guerra. Planeta. Madrid, 1977. Véase, Alberto Reig Tapia, “Consideraciones metodológicas para el estudio de la represión franquista en la guerra civil” (Sistema, núm. 33. Madrid. Noviembre, 1979, pp. 99-128), y Alberto Reig Tapia, Ideología e Historia sobre la represión franquista y la Guerra Civil. Akal. Madrid, 1984 y 1986, cap. IV. “Cuantitativismo e ideología”, pp. 91-121. Ricardo de la Cierva, tras afirmar con la demagogia que le caracteriza que Ramón Salas había “dilucidado definitivamente el problema”, me acusó de tratar de “enfangar” la obra de Salas y calificó de “alucinaciones vengativas” los comentarios de [le cito] “un buen señor Reig Tapia, a quien no merece la pena refutar” (Ricardo de la Cierva, Los años mentidos. Falsificaciones y mentiras sobre la historia de España en el siglo XX. Fénix. Boadilla del Monte, 1993, p. 98). No obstante lo cual, el mismo Ramón Salas noblemente escribió: “Tal vez el más serio de cuantos han analizado mis trabajos haya sido Alberto Reig Tapia”. (Ramón Salas Larrazábal, Los fusilamientos en Navarra en la guerra de 1936. Comisiones de Navarros en Madrid y Sevilla, Madrid, 1983, p. 16). Se coge antes a un mentiroso (o a un tonto que tanto monta) que a un cojo. Dicho sea todo ello por si todavía le cabe a alguien que pueda leer estas páginas la menor duda sobre la solvencia intelectual y la catadura moral del señor De La Cierva..., el “gran maestro” de Pío Moa.

[5] Véase, Herbert R. Southworth, El mito de la cruzada de Franco. Crítica bibliográfica. Ruedo Ibérico. Paris, 1963.

[6] Ricardo Miralles, Juan Negrín. La República en guerra. Temas de Hoy. Madrid, 2003 (en prensa).

[7] Stanley G. Payne, opus cit.

[8] Federico Jiménez Losantos, La última salida de Manuel Azaña. Planeta. Barcelona, 1994.

[9] Cipriano de Rivas Cherif, Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña. Grijalbo. Barcelona, 1979.

[10] Federico Jiménez Losantos, “Violencias” (EL MUNDO, 30 de marzo de 2001, p. 4). Los ilustres cofrades seríamos, según este catamañanas, Julio Aróstegui (catedrático de la Universidad Complutense), Alberto Reig Tapia (catedrático de la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona), Julián Casanova (catedrático de la Universidad de Zaragoza) y Santos Juliá (catedrático de la UNED).

[11] Véase el texto “estalinista” que encendió las iras del sr. Marco en, Alberto Reig Tapia, “Tormento y éxtasis de Manuel Azaña: del infierno masónico al edén conservador”, en: Manuel Azaña: Pensamiento y Acción. (Edición al cuidado de Alicia Alted, Angeles Egido y Mª Fernanda Mancebo). Prólogo de Enrique de Rivas. Alianza. Madrid, 1996, pp. 323-346.

octubre 11, 2006

¿Cambiar el mundo sin tomar el poder?, Paco Fernández Buey

Publicado originalmente en Herramienta, núm. 22

Cambiar el mundo sin tomar el poder no es un libro sobre cómo cambiar el mundo en que vivimos. Y menos aún un libro sobre cómo hacerlo sin tomar el poder. Tampoco es un libro que esté específicamente dedicado a analizar lo que figura en él como subtítulo: el significado de la revolución hoy. Esta inadecuación plantea un primer problema, pues el título y subtítulo del libro suscitan en el lector expectativas que luego no se ven correspondidas por lo que John Holloway trata en sus trescientas páginas. De ahí que el libro haya provocado muchas reacciones negativas, y hasta destempladas, entre marxistas de las diferentes familias.

En realidad, lo de cambiar el mundo sin tomar el poder es una frase que resume la impresión de John Holloway sobre lo que parecen anunciar algunos de los movimientos sociales en la actualidad y, sobre todo, es una frase que expresa su propia convicción de que esto, cambiar el mundo sin tomar el poder, es lo que deberían hacer hoy en día los revolucionarios (sin revolución). Dicha convicción aparece ya en el arranque del discurso y reaparece luego como conclusión de un largo repaso crítico de lo que han sido el marxismo y el comunismo durante el último siglo y medio.

Como la frase tiene un sabor anarquista o libertario y como el objeto principal de la crítica a lo largo de trescientas páginas son algunos de los principales exponentes de los marxismos posteriores la muerte de Marx, se comprende que algunos marxistas se hayan sentido ofendidos por el hecho de que un marxista conocido y activo haya llegado a tal conclusión. De hecho, las críticas más destempladas al libro de Holloway han sido escritas por personas que le acusan de haber abandonado el marxismo, de tirar por la borda la noción misma de revolución y de haberse pasado con armas y bagajes al viejo adversario ideológico: el anarquismo.

Mi opinión es que estos críticos destemplados no leen bien el libro y que algunos de ellos se quedan simplemente con la música. Voy a intentar argumentar aquí esta opinión.

El hilo conductor del libro de Holloway es el análisis teórico-crítico del Estado y del poder. Este análisis se hace poniendo el acento en la noción de fetichismo que, fue, en efecto, una categoría central en la obra de Marx y que Holloway recupera siguiendo los pasos del Lukács de Historia y consciencia de clase. Lukács fue, efectivamente, uno de los pocos marxistas de la tercera generación que dieron al concepto de fetichismo la importancia que tenía para la crítica del capitalismo realmente existente. Holloway se apoya constantemente en el joven Lukács tanto en lo que hace a la cuestión del fetichismo como en la interpretación más general del marxismo de Marx (aunque se distancia de Lukács en otras cosas, como su noción del partido basada en la conciencia atribuida).Esta interpretación pone en acento en el carácter crítico -sobre todo crítico-, de la teoría de Marx.

A primera vista, no parece que ahí tuviera que haber muchas discrepancias a estas alturas. Pero resulta que la obra de Marx no fue sólo crítica sino también propositiva. Como mostró en su día Manuel Sacristán, una de las características de Marx es que superpuso tres nociones distintas de ciencia: ciencia como crítica; ciencia como conocimiento objetivo en el sentido anglosajón dominante en la época (de sabor un tanto positivista); y ciencia como método en una acepción muy amplia, como estilo, programa de investigación o concepción del mundo (razón por la cual el propio Marx podía repetir aquello de que a dialéctica es ciencia en el más alto sentido). O sea, que Marx fue superponiendo en su obra la crítica propiamente dicha (cuyo origen está en Feuerbach), la ciencia propiamente dicha (que es lo que creía estar haciendo al escribir El capital ) y lo que los románticos alemanes llamaban wissenschaft (que es saber del todo, saber esencial, saber de las totalidades).

El resultado de aquella superposición de nociones tenía que ser, si se me permite la expresión, "una gran ciencia", que tiene la particularidad de ser al mismo tiempo crítica de la ciencia "normal", ciencia normal (science) ella misma y superciencia totalizadora con punto de vista político-social y concepción del mundo incorporados. La superponer las tres cosas, juntándolas, Marx podía escribir con toda tranquilidad que su método, la dialéctica, o sea, el mismo método de Hegel vuelto del revés, era un escándalo y un horror para la burguesía.

Pero, obviamente, la burguesía no se escandalizó nunca por el método de Marx (a algunas burguesías en ascenso, como, por ejemplo, a la rusa incluso les resultaba atractivo eso). Se escandalizó, y es comprensible, por el punto de vista político-social de aquel pensamiento, por su intención revolucionaria, porque más acá o más allá de los desarrollos teóricos particulares del libro llamado El capital, aquello que empezaba siendo un canto histórico del industrialismo burgués (cosa que les parecía muy bien, por ejemplo, a los burgueses rusos incipientes que querían librarse del absolutismo feudal zarista) terminaba siendo un canto funerario, un acta de defunción (cosa que les parecía muy mal a los burgueses ingleses, franceses y alemanes que estaban ya consolidados como clase).

La contraprueba de que tales o cuales desarrollos teóricos del volumen primero de El capital pueden leerse como ciencia "normal", o sea, como conocimiento tendencialmente objetivo de lo que realmente pasa en el capitalismo, es muy sencilla: viene leyéndose así desde que se publicó. Lo leyeron así algunos burgueses rusos y lo siguen leyendo así en Wall Street y en no pocas universidades del centro del Imperio.

Pensando seguramente en eso, un viejo amigo mío, que se hizo cínico, me dijo una vez, hace ya algunos años, que pronto sólo quedarían marxistas en Harvard y en Tirana. Por supuesto, se equivocó; pero la broma tiene su fondo serio que enlaza con el fondo serio del libro de Holloway: si se lee lo que escribió Marx sólo como "ciencia normal" (del mismo tipo que la que hizo David Ricardo, por ejemplo), entonces se pierde su carácter revolucionario; y si se lee lo que escribió Marx sólo como "superciencia" (que es como han leído a Marx muchos materialistas dialécticos), entonces puede resultar cualquier cosa (entre otras la Tirana de Gianni Amelio en Lamerica, para entendernos rápidamente).

Es evidente que entre los "marxólogos" fríos de Wall Street, tan amigos de la ciencia normal, y los materialistas dialécticos de Moscú y asimilados, exaltadores de la superciencia dialéctica, el marxismo de Marx ha acabado convertido en una porquería. No hay más que mirar y ver. Y si se quiere alguna ayuda teórica adicional, basta con consultar al lógico ruso Alexandr Zinoviev que sabe mucho de las dos cosas, de ciencia y de porquerías. Tal vez por eso, viendo venir la cosa y curándose en salud, Marx dijo un par de veces, ya de viejo, aquello de "por lo que a mi respecta, yo no soy marxista".

También se puede decir lo mismo de otra manera menos sarcástica: entre los marxistas cientificistas a ultranza y los marxistas dialécticos a ultranza (algunos de los cuales sabían mucho de la letra de Marx) mataron, al menos temporalmente, una gran idea, la mejor idea que se pensó para los de abajo en el siglo XIX: la de juntar ciencia y revolución. Por desgracia, esas cosas pasan en la historia de las ideas. Ya antes, en los orígenes de la modernidad, entre los vaticanistas acérrimos y los luteranos exasperados se llevaron por delante lo que de liberador podía haber en un cristianismo que pudo haber sido la ideología de gente pacífica (seguidores de Erasmo) y de campesinos hartos de ser expoliados (seguidores de Münzer).

Si, por esos motivos, se descarta lo de la ciencia normal y lo de la superciencia quedaba, pues, del proyecto científico de Marx el tercer elemento, la crítica, el mismo que les quedaba, por cierto, en los orígenes de la modernidad, a los cristianos que querían ser pacíficos y justos y ecuménicos. Y aquí es donde yo creo que Holloway acierta. Empieza y termina su argumentación con lo mejor que queda del viejo marxismo: la crítica (la crítica del capitalismo y la crítica de nuestras ilusiones exageradas).

Cuando se pone lírico, al principio y al final del libro, él llama acertadamente a esto "el grito", el grito que brota de la selva Lacandona, del indigenismo y de los movimiento sociales nuevos y alternativos que expresan su disgusto ante el Imperio y la globalización neoliberal. Cuando se pone teórico, Holloway se inspira, como he dicho ya, en el joven Lukács, en algunos de los representantes de la Escuela de Frankfurt y, sobre todo, según he creído percibir, en Ernst Bloch, en el Bloch de El proyecto esperanza. A algunos marxistas, que querrían un discurso más cerrado y menos romántico sobre el poder, no les gusta eso. A mi sí. Tal vez porque comparto con Holloway al menos tres cosas:

Primera: su declaración de que lo que ha escrito "no es un libro marxista, ni neomarxista ni postmarxista" (de donde deduzco que, ya de entrada, salen sobrando los puntillismos sobre si ha abandonado el marxismo y cosas así).

Segunda: su intención de "hacer más aguda la crítica al capitalismo". Entiendo que "más aguda" quiere decir, en ese contexto, más amplia, más profunda, menos economicista y politicista, atendiendo a lo que es el poder capitalista en su acepción más global, como cultura, como forma de civilización (y en esto algo tenemos que aprender los marxistas de algunos llamados "utópicos" o "anarquistas").

Tercera: su crítica de la forma partido, y en particular de las distintas variantes de lo que ha sido el leninismo. También en esto quien dé importancia al grito y a la crítica, sea marxista o no, tiene unas cuantas cosas que aprender de la ya vieja, pero siempre nueva, objeción anarquista y libertaria (pero no sólo anarquista y libertaria: Rosa Luxemburg y Antonio Gramsci escribieron cosas que, bien leídas, siguen siendo de mucha ayuda para una crítica sensata y razonable de la forma partido, tanto en su acepción leninista como en su acepción socialdemócrata).

Y, sin embargo, aun sin entrar todavía en la cuestión de la revolución y la toma (o no) del poder, queda un asunto que Holloway ha soslayado o casi: el de la relación entre crítica y ciencia.

La crítica sola no basta. La crítica sola no aporta esperanza, ni siquiera la esperanza que brota de los desesperados (que es la única esperanza razonable). Eso Marx lo vio muy bien. Él pensaba (y creo que lo dijo así alguna vez) que para ser comunista se necesita mucha ciencia y un poco de compasión. Con el tiempo que ha pasado desde entonces, conocidos los desastres del mundo en el siglo XX, conocidas las exageraciones del cientificismo marxista y el no menos exagerado desprecio de la compasión, se podría decir tal vez que un comunista libertario del siglo XXI (un comunista de los que piensan que casi todo lo que dividió históricamente a marxistas y anarquistas ha caducado) necesitaría bastante ciencia y bastante compasión.

Pero resulta que en el actual movimiento anti-poder (quiera éste o no convertirse en contra-poder) hay, creo, suficiente compasión y menos ciencia de la que sería necesaria. Razón por la cual algunos de los pasos del libro de Holloway, que hablan precisamente de la ciencia, de su falta de objetividad, de su falta de neutralidad, de su identificación con el poder, etcétera, me parecen desacertados, demasiado concesivos para con las bobadas que una parte del postmodernismo está diciendo sobre la ciencia y su función social, demasiado pegados al pensamiento especulativo hasta cuando se discute con el pensamiento especulativo. En esto Antonio Gramsci, que no era precisamente un marxista cientificista ni economicista, y que supo denunciar en su tiempo tanto la infatuación científica como el desprecio ignorante de lo que la ciencia es, puede seguir enseñando, todavía, al menos como opción metodológica, más que Lukács (y, desde luego, más que Toni Negri o que Foucault).

Resumo lo dicho hasta aquí: en general, y discrepancias menores aparte sobre la pareja ciencia y revolución, simpatizo con la intención de Holloway.

No veo cómo compartir, en cambio, la expresión esa de cambiar el mundo sin tomar el poder que da título al libro. Y no lo veo por dos razones. La primera es que todo lo que Holloway dice al respecto en el libro es negativo o meramente declarativo de la voluntad. La segunda razón es que en el libro se acaba haciendo de la necesidad virtud, o sea, presentando como virtud lo que se argumenta como una necesidad.

Nada más empezar Holloway afirma que "no sabemos cómo cambiar el mundo", que lo que sabemos es que "no queremos tomar el poder estatal" y que "no nos queremos organizar como partido". Bien. Pero el primer saber es no-saber; el segundo saber es en realidad un querer; y el otro saber, la negativa a la forma partido, es otro querer, otro grito. La pasión tiene que ser razonada, y en eso estaremos de acuerdo marxistas y anarquistas: hay que argumentar el grito.

Más adelante, en el capítulo titulado "Más allá del poder", Holloway nos dice que "hay que romper el enlace entre revolución y toma del poder", para lo cual propone limitar la lucha a la construcción de un anti-poder, sin aspirar a ser contra-poder. Esta limitación es presentada como más radical que la tradicional lucha por crear un contra-poder. Pero en seguida la radicalidad da en un reconocimiento paradójico: por una parte se reconoce que eso es "el gran absurdo e inevitable desafío del sueño comunista" y, por otra parte y al mismo tiempo, es algo mucho más realista que la conquista del poder". Esto, dicho así, es jugar con las palabras: ¿cómo va a ser un desafío absurdo y radical el "realista" reconocimiento de que, en las condiciones actuales, no podemos plantearnos tomar el poder?

Plantear la pregunta acerca de la posibilidad de cambiar el mundo sin tomar el poder es, para Holloway, "oscilar (tambalearse, dice en la traducción castellana) al borde de un abismo de imposibilidad y locura". Y, sin embargo, nos dice, no hay alternativa a eso. Y no la hay justamente porque la revolución que se propugna ahora no es una revolución en beneficio de, sino un automovimiento que ni siquiera tiene necesidad de pensar en tomar el poder. Una revolución, dirá más adelante, sin líderes, ni héroes, en la que todos, revolucionarios ya, asumimos que lo somos en formas muy contradictorias y fetichizadas.

Finalmente, Holloway vuelve a repetir que no sabemos cómo hacer eso que se propugna y que este no-saber es propio de aquellos, como nosotros, que están históricamente perdidos porque el saber de los revolucionarios del siglo XX ha sido derrotado. Solo que, por suerte, nuestro no-saber de ahora es también el no-saber de aquellos que comprenden que no-saber es parte del proceso revolucionario.

Es curioso que Holloway, que cita varias veces al subcomandante Marcos y que declara en varios momentos sus simpatías por el movimiento zapatista (a él, precisamente, le oí la primera referencia al zapatismo cuando casi nadie, en México, sabía qué era eso, lo que dice mucho de su olfato político-moral), no se haya acordado del agudo artículo de Marcos titulado "Nuestro próximo programa". Curioso y a la vez sintomático.

El oxímoro es una figura retórica que consiste en juntar en una sola expresión dos términos considerados antagónicos, con lo que se obtiene una combinación inusitada: "silencio ensordecedor", "crecimiento negativo". Marcos lo ha usado, ha usado esa figura, para poner de relieve críticamente una de las contradicciones internas de la globalización neoliberal: el ser parcial, "globalización fragmentaria". Y, efectivamente, este uso del oxímoro puede servir para poner de manifiesto, de manera eficaz, rápida y plástica el transfondo mentiroso de la actual globalización capitalista. Es eficaz, como lo fue la sátira de Karl Kraus o el détournement de los situacionistas, para criticar la ideología del adversario y crear conciencia entre los próximos. Incluso puede ser eficaz como provocación, que es lo que sugiere idea de Marcos de que el oxímoro pueda ser (nada menos que) "nuestro próximo programa".

Sin embargo, en contextos que ya no son críticos sino propositivos y alternativos, como el que sugiere el título del libro de Holloway, el oxímoro inadvertido pierde su eficacia retórica y puede llegar incluso a tener un efecto contrario. Pues, hablando en plata ¿quién va a aceptar de buena gana, como programa, balancearse al borde del abismo siendo al mismo tiempo realista? ¿quién va a querer el comunismo del saber que no se sabe? ¿quién va a compaginar el saber de que el saber de la revolución ha sido derrotado con el no saber lo que puede ser una revolución sin poder?

Es posible que el problema principal del libro de Holloway esté precisamente en las palabras, en el cómo decir la cosa que se piensa, en cómo manifestar y transmitir las propias convicciones. Y tal vez haya un lenguaje más comprensible que este de Holloway para marxistas y anarquistas que comparten el espíritu de la resistencia con otras gentes que gritan. Probemos.

En vez de juntar el saber de que el saber de la revolución ha sido derrotado con el no saber lo que puede ser una revolución sin poder, se podría criticar la ignorancia (anticientífica) y proclamar la docta ignorancia para combatir la infatuación cientificista y el desprecio de la ciencia. Eso lo entiende todo el mundo por igual (empezando, creo, por el Lenin anterior a la revolución, por cierto).

Sobre los excesos de la forma partido y el papel nefasto del liderismo (que ha conducido, ciertamente, a nuevas formas de cesarismo y bonapartismo), tal vez bastaría con tomarse en serio una estrofa de aquel canto que seguimos cantando los unos y los otros: La Internacional; aquella estrofa que habremos repetido tantas veces sin fijarnos y que termina así: "Ni tribunos". La cantan socialistas, anarquistas y comunistas y luego adoran al líder del partido. Modesta proposición, pues: cuando la volvamos a cantar nos paramos ahí y pedimos un minuto de silencio para la reflexión: ¿qué queremos decir cuando decimos "ni tribunos"?

En cuanto a la vieja y siempre nueva cuestión del poder, después de aceptar que el estatalismo marxista ha tenido consecuencias nefastas y de mostrar que el antipoliticismo anarquista se ha convertido históricamente en otro politicismo, justo en aquellas ocasiones en que el movimiento anti-poder se encontró de frente con Leviatán (véase la crítica de Camillo Berneri a Federica Montseny en 1937), convendría, antes de decidir, volver a preguntar y preguntarnos: ¿no queremos tomar el poder o no podemos tomar el poder? ¿Qué quiere decir realismo en esas condiciones: aceptar lo que no podemos o querer lo que no podemos? Preguntado lo cual, todavía habría que seguir pensando: no hay, no ha habido (¿y puede haber?) revolución que no se haya hecho en beneficio de alguien. Las mejores de ellas han pretendido hacerse en beneficio de la mayoría pensado que en el futuro lo serían en beneficio de todos. Lo otro, lo que unos han llamado "verdaderas revoluciones" y otros "revoluciones pasivas" son, por lo que sabemos (y algo sabemos de eso), evoluciones graduales, no despreciables, desde luego, pero casi siempre intercaladas en la historia con revoluciones que se han hecho en beneficio de alguien y que acaban aprovechando a la mayoría.

Dialogando con Atilio Borón sobre esta cuestión, John Holloway ha precisado que nuestra lucha tiene que ser asimétrica con respecto a la lucha del capital y que esto significa, de hecho, pensar en nuestra lucha como antipolítica y necesariamente experimental. Comparto lo del carácter asimétrico y experimental, pero pienso que hay que discutir más el argumento en que se basa lo primero, la antipolítica. El argumento de Holloway es que "la existencia misma de lo político es un momento constitutivo de la relación del capital". Esto me parece una simplificación apresurada. Lo característico del capitalismo actual es la degradación de la política, su trivialización, su conversión en politiquería que beneficia a una minoría y que tiende a hacer apolíticos a los demás. De ahí se sigue, desde luego, una crítica radical de la política realmente existente (como mostró Maximilien Rubel, la obra de Marx era también una crítica de la política en ese sentido). Pero no tiene por qué seguirse la anti-política sin más, la anti-política permanente, la negación de toda política. Puede seguirse también otra política, otra forma de hacer política: la recuperación, en suma, de la política como ética de lo colectivo, en la que la reflexión sobre el "ni tribunos" eleve a los sujetos del grito a participantes activos en la lucha por poner el bozal a Leviatán y a Behemoth.